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'Cartelera Sur' reseña 'En el corazón del mar', de Ron Howard.

En el corazón del mar (In the Heart of the Sea); USA, 2015; Director: Ron Howard; Guión: Charles Leavitt, Amanda Silver, Rick Jaffa; Fotografía: Anthony Dod Mantle; Música: Roque Baños; Intérpretes: Chris Hemsworth, Cillian Murphy, Tom Holland, Ben Whishaw, Benjamin Walker.

La serpiente ladina del paraíso es para nuestra cultura judeo-cristiana el primer animal-símbolo que nos enfrenta a nuestras debilidades y pone a prueba nuestro libre albedrío. Desde entonces dragones, toros y otras quimeras han simbolizado el combate primordial del hombre contra lo desconocido externo e interno. La ballena bíblica se tragó a Jonás como castigo por rehuir su misión y lo devolvió tres días y tres noches después, investido de conciencia y sabiduría. Su estancia en el vientre del monstruo fue un viaje al interior de la tierra, a nuestro origen y destino.

Henry Melville echó mano de este mito para crear la “gran epopeya americana” Moby Dick (1851), después de tener conocimiento de unos hechos narrados por Nathaniel Philbrick en En el corazón del mar, sobre el encuentro de un buque ballenero con un cachalote en el Pacífico Sur en 1820.

Ahora Ron Howard (1954) pone en imágenes la historia del ballenero Essex y la enlaza con la angustia e inseguridad creativa del propio Melville. Es básicamente una película de aventuras marinas, con el aderezo de su referente literario.

Henry Melville, inseguro sobre la calidad de su escritura, logró con el relato de la lucha entre Ahab y la gran ballena su exorcismo particular, si bien Moby Dick no obtendría reconocimiento público hasta después de su muerte.

El personaje Melville en la película tiene que decidir qué parte del relato saldrá a la superficie y cuál debe quedar oculta.  Finalmente el Melville escritor suelta las amarras temporales y espaciales del incidente histórico y lo convierte en un relato atemporal y símbolico sobre los demonios personales, la autodestrucción o lo desconocido, lo que no asoma a la superficie de las cosas.

La película En el corazón del mar añade a la reflexión metafísica el comentario sobre nuestro papel destructor en la naturaleza. La codicia, la ambición material son los motores de la sociedad; los intereses mercantiles se sobreponen a los individuales y no conocen límites morales. El primer oficial Chase, ambicioso y necesitado de reconocimiento social, arrojado al islote desierto, reconoce ante el Capitán Pollard, marino por herencia más que por derecho propio, que el gran cachalote es el castigo a la arrogancia del género humano, por considerarnos el centro de la creación, y no una especie más.

El sermón a los balleneros del Padre Mapple en Moby Dick -inolvidable Orson Welles en la película de John Huston de 1956- destaca el papel de la ballena como mano de Dios, castigo merecido a Jonás. En esta película el pequeño sermón en el muelle, antes de levar anclas, alivia la despedida de los familiares con una defensa de la caza de los grandes cetáceos como necesaria para el desarrollo industrial de la sociedad, impuesta por el progreso.

Como en Moby Dick, la rutina de las faenas en cubierta ocupa gran parte de las escenas, la monotonía de las maniobras con los aparejos, el rancho o las prácticas previas a la caza real. Hay una intención de verismo en los detalles de la vida a bordo.

No hay capitán Ahab en En el corazón del mar, pero sí conflicto de egos entre el Capitán Pollard y su primer official Chase, que recuerda al del Capitán Bligh y su primer official Fletcher Christian en la Bounty. Chris Hemsworth (Chase) aporta sobriedad, dureza y el gesto adusto que las tempestades oceánicas requieren.

Ishmael, el joven narrador de Melville, es aquí sustituido por el marinero Nickerson, el inexperto adolescente que crece y aprende a bordo del Éssex, que se hace hombre y tiene su rito iniciático en el vientre oscuro, cálido y sepulcral del primer gran cachalote cazado. Tom Holland y Brendan Gleeson, como el joven y el viejo Nickerson respectivamente, hacen igualmente un trabajo muy sensible y convincente.

Ron Howard se ha prodigado como director de series de televisión, y de películas eminentemente comerciales, sin caer en la comedia fácil, en la violencia gratuita o en el melodrama sensiblero; pero no es un director con lenguaje propio. El adjetivo “artesano” puede encajarle bien porque no parece tener pretensiones de artista o autor. Su última película es un trabajo honesto, de puro entretenimiento pero con la dosis justa de carga intellectual, de mensaje trascendente. No es una obra redonda sobre la vida en el mar, como Master and Commander, ni tampoco hace sonar las trompetas del juicio final como Moby Dick de John Huston, pero conmueve lo justo sobre lo insondable del destino y la majestuosidad de esos gigantes en el límite entre las profundidades oscuras y la espuma de las olas.

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María Luisa Parra

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