El retablo de San Miguel: historias y curiosidades de una obra inmensa

El historiador del arte David Caramazana, en San Miguel, ante el retablo mayor. FOTO: MANU GARCÍA.
El historiador del arte David Caramazana, en San Miguel, ante el retablo mayor. FOTO: MANU GARCÍA.

Ocho menos cuarto de la tarde. En la inmensidad de esa majestuosa mole de piedra  que es la parroquia de San Miguel, solo las letanías del Rosario, que entonan media docena de feligreses en la capilla del Sagrario, rompen un silencio sepulcral. El joven David Caramazana Malia, jerezano nacido en Cádiz hace 28 años, contempla desde el altar el portentoso retablo mayor del templo. Lo hace una vez más este graduado en Historia del Arte por la Universidad de Sevilla, que conoce prácticamente al dedillo la historia que atesora una de las joyas del barroco andaluz.

Para no molestar, nos sentamos con David en un banco de la plaza León XIII, a los pies de la no menos portentosa fachada principal de una parroquia con más de 500 años de historia. Según una placa situada en la puerta del Evangelio, comenzó a erigirse en 1484. Faltaban ocho años para que Colón arribara al nuevo mundo. “Esta collación de San Miguel es la que más se extendió tras la reconquista. Donde ahora está la parroquia, antes había una primitiva ermita, fuera de la muralla. Que se llame San Miguel tiene algo de simbología. Era un santo guerrero y una forma de decirle a los musulmanes de la época, ojo, aquí están los cristianos”.

Pero nos queremos detener en el retablo del templo, aunque, eso sí, primero hay que conocer el contexto histórico en el que se encuadra. Jerez, en el siglo XVII, era una de las ciudades más prósperas de la España peninsular y la parroquia de San Miguel, una de las más importantes de Andalucía, con una gran feligresía y un gran número de canónigos. Los ingresos que obtenía a base de los diezmos, las donaciones o la construcción de capillas funerarias que costeaba la nobleza hacían posible que San Miguel pudiera pagar un retablo de tal magnitud.

El retablo, desde el altar. FOTO: MANU GARCÍA.

La documentación existente cuenta que en 1601 se encarga el retablo a tres grandes maestros, los escultores, Juan de Oviedo, Gaspar del Águila —veedor del oficio de los escultores y entalladores de Sevilla— y el afamado Juan Martínez Montañés, mientras que la traza del retablo correspondió a un arquitecto —algo común en la época—, el maestro mayor de la catedral de Sevilla, Asensio de Maeda.

Sin embargo, la hechura del retablo fue accidentada, hasta el punto de que puede hablarse de una pequeña maldición, ya que de estas cuatro personas, dos murieron apenas seis años después de firmar el contrato, Asensio de Maeda y Gaspar del Águila. Lo cierto es que no fue hasta 1614 cuando Montañés firmó un nuevo contrato —hasta cuatro se llegaron a hacer, lo que demuestra lo accidentado de la obra— y asumió la traza, si bien, explica Caramazana que un año antes, en 1613, parece ser que se quiso adquirir en Sevilla parte de otro retablo, obra de Miguel de Zumárraga, que se acabó desechando porque no se adaptaba a la cabecera.

Una veintena de manos, 54 años de trabajos

Hablar del retablo de San Miguel es hacerlo de una obra monumental. Desde la distancia se aprecia su majestuosidad, pero visto desde la cercanía del altar impresiona aún más. Más de medio siglo se tardó en terminarse (de 1601 a 1655) y una veintena de personas, entre escultores, arquitectos, doradores, policromadores, pintores, ensambladores y oficiales intervinieron, de una u otra manera, en su hechura. Ello provocó numerosas historias, disputas y curiosidades. Una de ellas es que el retablo se concibió inicialmente con esculturas y con pinturas, una técnica mixta que ya se había empleado en el retablo de la Cartuja de Jerez, hoy tristemente desaparecido. Así, está documentado que Alonso Cano iba a ser el encargado de las pinturas y de hecho policromó parte de la arquitectura del retablo. Sin embargo, en 1629 hay un cambio drástico en el proyecto para que pasara a ser solo de escultura, y parece ser que el propio Cano reclamó una cantidad de dinero, a modo de indemnización, por el menoscabo que había sufrido.

Otro problema que ralentizó los trabajos, señala David Caramazana, fue el hecho de que gran parte de los artistas encargados de los mismos tuvieran sus talleres en Sevilla, caso del propio Montañés. Hay que pensar, además, en las comunicaciones de hace cuatro siglos. Los caminos eran de tierra y en muchos casos, peligrosos, por lo que los traslados de las piezas se hacían por vía fluvial por el Guadalquivir, desde Sevilla a Sanlúcar y de ahí, a Jerez en carro. La Peste Negra —tan en boga ahora por la famosa serie— también tuvo mucho que ver, porque si bien afectó a toda España, en la capital hispalense lo hizo de manera dramática, diezmando a su población, y hay que imaginar que trabajar en el marco de semejante plaga no sería fácil.

Detalle de uno de los demonios de la batalla de los ángeles, de Montañés. FOTO: MANU GARCÍA.

Luego está el tema de Montañés, principal autor de la obra escultórica. Además de que llevaba en marcha diferentes obras, de un lado tuvo problemas con algunos de los pintores que intervenían en los trabajos del retablo, caso de Francisco Pacheco —suegro de Velázquez— ya que en ocasiones se inmiscuía en los propios trabajos de pintura; y de otro, por su edad. El escultor comenzó los trabajos en su madurez, pero los acabó en su vejez, hasta el punto de que no pudo ver terminada al completo la obra, ya que falleció en 1649, seis años antes de que culminaran. De ahí que Montañés encargara a José de Arce —una vez que éste terminó el desmantelado retablo de la Cartuja de Jerez— la obra final del retablo, con varios relieves y las imágenes de Juan Bautista y San Juan Evangelista. No sería hasta 1655 cuando finalizó la obra, con los últimos trabajos de policromado.

Pero más allá de todos esos problemas y pleitos que incluso provocaron amenazas de excomunión si no se terminaba el trabajo en tiempo y forma, hay una inmensa obra de arte que, además, goza de buena salud tras la restauración a la que fue sometida hace casi 20 años. Caramazana destaca del retablo el relieve de la batalla de los ángeles, en la que aparecen varios demonios, entre ellos Luzbel —única imagen, junto a la de la ascensión de Cristo, que está tallada con la técnica del bulto redondo—, algo que para la época sería totalmente atrevido. También destaca la participación de José de Arce, que si bien suele ser eclipsado por Montañés, señala que es quien que trae la vanguardia de los autores de la escultura que se estaba haciendo en Roma y quien aporta mayor expresividad y movimiento a sus imágenes del retablo. En definitiva, una obra mayúscula. Una auténtica joya.

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Jorge Miró

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