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Adiós a un cantaor mítico.

Juan Peña El Lebrijano (1941) murió en la madrugada del miércoles en su domicilio de Sevilla. Tenía 74 años y sufría de un mal no diagnosticado. Se apaga una garganta por la que ha pasado todo el cante, se cierra una de esas enciclopedias vivas del flamenco, uno de los máximos representantes de una generación plagada de genios como Morente o Camarón. Él fue el primer cantaor en pisar las tablas del Teatro Real de Madrid (1979).

Si la revolución de Paco de Lucía consistió en expandir el flamenco, la suya fue la de completarlo con su propias raíces musicales, líricas e históricas. Pese a las críticas de puristas yflamencólicos que recibió en algunos momentos, su trabajo se enfocó en reconocer con honestidad la genética del cante. Así lo demostró en discos como Persecución (1976) y Encuentros (1985).

El arte le venía de casta. Era hijo de Bernardo Peña y de María Fernández La Perrata. Presumía de padres y de infancia. Decía que su casa era un “belén de fantasía”. Allí nunca se oía una bronca y siempre había fiesta. Bajo su propio techo, vio y escuchó a Manolo Caracol, Diego del Gastor, Antonio Mairena, Pepe Pinto o la Niña de los Peines. Esta última mecía el cante como si fuera suyo, y eso, al Lebrijano, le rompió los esquemas. La de los Peines supo resucitar las peteneras y devolverlas a su carril, ya limpias de supersticiones y malos farios. Al parecer, Juan Peña aprendió que ese era el camino más noble de este arte.

El Lebrijano entró en el flamenco a manos llenas, a la vez con el cante y el toque, pero el éxito de su voz (en el festival Mairena del Alcor, 1964), que tenía la ronquera grave de Antonio Mairena y la soltura de Tomás Pavón, le hizo soltar las cuerdas. En una entrevista relató la primera vez que cantó en el Guajiro, un importante tablao de Sevilla. Acudió con una chaqueta a rayas de mafioso y un pantalón que no conjuntaba. El joven con pinta de Corleone despistado vio allí al cogollo artístico de la época, figuras como Farruco o Rafael El Negro o Matilde Coral, y se arrepintió: “No quería cantar”. Pero cantó, y es de suponer que a todos se les puso un sabor a cobre en la lengua, que es lo que pasa al escuchar a Juan Peña.

Empezó a acompañar el baile de Antonio Gades. El bailaor era rojo y se le notaba en los pies, cantar para él exigía gran capacidad de adaptación y mucha precisión de compás.

Su carrera discográfica comenzó con De Sevilla a Cádiz (1969), donde reunió al Niño Ricardo y a Paco de Lucía: un mito que estaba a punto de morir y otro que acababa de nacer. El maestro sevillano formó parte de una generación única. De Lucía, Camarón, Morente, Menese… eran jóvenes, sonreían mucho e iban a cambiar el flamenco sin abandonarlo nunca y, de paso, a desatar las iras de los puristas.

El bailaor era rojo y se le notaba en los pies, cantar para él exigía gran capacidad de adaptación y mucha precisión de compás

Así ocurrió cuando publicó La palabra de Dios a un gitano (1972), un disco pionero en introducir instrumentos sinfónicos en el flamenco. Las letras de las canciones pertenecen a textos de los evangelios canónicos, puso a la palabra bíblica el olor a campo y mar que había reclamado Machado, y el resultado, todavía hoy, da ganas de abandonar el ateísmo. Este disco de factura religiosa se completó más adelante con Ven y sígueme (1982), con Rocío Jurado y el toque de Manolo Sanlúcar, y con Lágrimas de cera (1999).

Algunos años más tarde, en 1976, llegó Persecución, el álbum que lo consagró como referente cultural. En 44 minutos se expresa la historia del pueblo gitano. Se basa en documentación auténtica y contiene fragmentos recitados por el poeta Félix Grande, que se encargó también de preparar las letras. Las canciones relatan el martirio del pueblo gitano desde que entró en España a principios del siglo XV y hablan de las consecuencias de la ley genocida de los Reyes Católicos. Es una sinfonía política y reivindicativa. El Lebrijano, además, se encontraba en uno de sus mejores momentos vocales.

Su vocación por devolver el flamenco a una de sus funciones ancestrales, la de transmitir relatos y construir identidad, no hacía más que empezar. En la primera mitad de los años ochenta, se enamoró de la música del norte de África y grabó Encuentros (1985) con la colaboración de la Orquesta Andalusí de Tánger y el compás maquinal de Paco Cepero. Más tarde, con motivo del aniversario del descubrimiento de América, se alió con el poeta Caballero Bonald para retratar la historia de un andaluz embarcado en la Santa María en el álbum ¡Tierra! Una crónica cruda, que parte de los textos de fray Bartolomé de las Casas, y que no cae en triunfalismos ni patriotismos.

La grandilocuencia no iba con él. Era un gitano rubio muy pegado al dolor de su pueblo. Eso lo hacía un contestatario natural. No dudaba en reivindicar la libertad y defender a los débiles. En 1988, cuando Pinochet convocó un plebiscito, el cantaor lanzó Carta de un andaluz a un general para defender la expulsión del dictador. “Le quitaste los poderes/ a quien el pueblo eligió,/ pero a ti van a quitarte/ esas mañanas de ladrón”.

Su voz, que sonaba siempre como una corteza rompiéndose, hizo que símbolos del siglo XX como Gabriel García Márquez se echaran las manos a la cabeza, alucinados. Se han repetido hasta la saciedad sus palabras: “Cuando Lebrijano canta, se moja el agua”. Así es cómo Gabo transmitió la capacidad que tenían los quejíos y las reverberaciones de Juan Peña para alterar y redoblar la física de lo más elemental.

Se quejaba de que las casas de los jóvenes eran prefabricadas

Los esfuerzos creativos y divulgadores del maestro de Lebrija lo llevaron a impartir clases en la Universidad de Salamanca, la Internacional Menéndez Pelayo de Santander e, incluso, en Francia y Gran Bretaña. Demostró un afán incombustible por propagar la cultura española a todos los niveles. Su entrega a la causa le valió distinciones como la Medalla de Oro al Mérito en el Trabajo o la Cátedra de Flamencología de Jerez de la Frontera.

El Lebrijano se convirtió en una referencia para los más jóvenes, a los que no siempre supo comprender. Llegó a asegurar en una entrevista que el cante moriría con su generación: “Llegará a pasar si los nuevos flamencos no se ocupan de las raíces”. Decía que, para innovar, primero había que saber bien de tarantas, bulerías, martinetes, seguiriyas, tonás… Había que asentar cimiento y luego construir y añadir los arabescos y las filigranas que se quisiera. Pero se quejaba de que las casas de los jóvenes eran prefabricadas.

Hace dos años, la Bienal de Flamenco de 2014 rindió homenaje a toda la carrera del maestro en la gala de clausura. El espectáculo recibió el nombre de uno de sus discos, El cante se escribe con L. Juan Peña subió al escenario escoltado por casi una docena de músicos con la intención de resumir en unos cuantos minutos las piezas fundamentales de medio siglo de carrera. Pegados a él, una guitarra y un violín. Cantó como siempre. A pesar de su voz grave y aguerrida, nunca ha sido un cantaor de formas tajantes; prefería elevar los dos brazos como si el aire los empujara por debajo, le gustaba ondearlos y girar a veces las muñecas para adornar el compás. Y así lo hizo también aquella noche, como si fuera la primera vez que pedía la libertad de los mares, los pájaros y la marisma.
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Sobre el autor:

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Paco Sánchez Múgica

Periodista, licenciado en Comunicación por la Universidad de Sevilla, experto en Urbanismo en el Instituto de Práctica Empresarial (IPE). Desde 2014 soy socio fundador y director de lavozdelsur.es. Antes en Grupo Joly. Soy miembro de número de la Cátedra de Flamencología; hice la dramaturgia del espectáculo 'Soníos negros', de la Cía. María del Mar Moreno; colaboro en Guía Repsol; y coordino la comunicación de la Asociación de Festivales Flamencos. Primer premio de la XXIV edición del 'Premio de Periodismo Luis Portero', que organiza la Consejería de Salud y Familias de la Junta de Andalucía. Accésit del Premio de Periodismo Social Antonio Ortega. Socio de la Asociación de la Prensa de Cádiz (APC) y de la Federación Española de Periodistas (FAPE).

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