Toda mi vida está llena de tumbas. En los primeros destellos de mis recuerdos, aparecen mis hermanos consumidos por las fiebres, sus blancos sudarios, flotando en mi memoria como fantasmas. Luego fue mi hijo, caído lejos, en el frente de Flandes, después fue mi nieto destrozado en una de las tantas trincheras que socavaban Europa. ¡Europa! Un continente en llamas, la luna glacial sobre las  ciudades arrasadas, perros famélicos y madres desgañitadas buscando los cuerpos de los niños bajo los escombros. ¿Cómo hacer sentir al mármol mis caricias? ¿Qué podían hacer mis pinceles contra sus fusiles? ¿Mis lágrimas contra sus virulentos himnos? También yo paso muerta por mi biografía. En las imágenes se incrustan palabras, las de mi abuelo predicando caridad y misericordia desde un púlpito, las de mi padre, en su tribuna, dando un discurso sobre la igualdad, la libertad… palabras que como un eco llegan desde mi infancia. Comencé a crecer dibujando, miles de bocetos, hasta que encontré a Max Klinger, él convirtió mis papeles blancos en un pozo al que asomarme.

Me casé, y parecía vivir en los bajos fondos de Gorki, junto con mi marido compartimos las adversidades, la miseria y las injusticias de los barrios más pobres. Soñábamos con un mundo en paz en un mundo que iba hacia una carnicería sin precedentes. Dejé la pintura, comencé la cartelería, viendo una obra de teatro se me ocurrió una primera serie gráfica, un clamor de los oprimidos. El mundo se hizo algún eco, recibí un premio que me trasladó a Italia. Las sombras amenazaban, allí también, los cielos suaves de la Toscana. Fui la primera mujer admitida en la Akademie der Künste berlinesa, una década después me expulsaron de ella.

Descubrí a Munch, sus trazos me resultaron como una herida en el lienzo, intenté transfigurar la sangre en tinta. Los críticos dicen que abandoné el realismo por el expresionismo, creo que a medida que mi dolor fue mayor mi trazo se fue volviendo más oscuro, mas desesperanzado. También fue cada vez mayor mi decepción política,  los ideales que soñaba, se desmoronaron al conocer las pesadillas de la gulag. Mis carteles querían, cada vez con más urgencia, ser un grito en la calle contra la guerra, contra el nazismo que iba propagándose como un monstruo de miles de patas.

Fui catalogada, con otros tantos artistas, como degenerada. Mis obras fueron destruidas, mi estudio incendiado, quisieron deportarnos a un campo de concentración. Cuando mi marido y yo habíamos resuelto suicidarnos, intercedieron por nosotros, debido a nuestra avanzada edad, accedieron a dejarnos morir de tristeza y espanto… Como no podía ser de otro modo, dejé esculpidos monumentos fúnebres, a los caídos en el Neue Wache de Berlín, el que conocen como la Piedad de Kollwitz, y otro en el cementerio militar de Vladslo, que reúne los restos de más de 25.000 jóvenes alemanes sacrificados en la primera guerra mundial, entre ellos mi hijo Peter de 18 años. ¡Siempre tan sonriente! Asqueada del heroísmo castrense, representa dos padres de luto, hundidos en la desolación. Sobre mi urna dos fechas 1867-1945, mi biografía se cerró pero la historia no se detiene

Antes y después de la muerte. ¿No sigo yo aquí? Mi agitado espíritu no descansa en paz,  desde mis obras sigo gritando ante el cadáver de un niño, de los que quieren cruzar ahora a este continente alambrado, devastado por los mismos carroñeros insaciables, los que quieren esparcir mis cenizas por el olvido.

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Eusebio Calonge

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