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Las manos arrugadas y temblorosas del viejo intentaban prender las cerillas. Entre lienzos y bocetos, uno a uno, había ido quemando trescientas obras suyas. Las protegía así del diablo escondido entre cotizaciones y marchantes, se protegía así de la vanidad, de la tasación futura de los hombres que tan poco le interesaba.  Entre las llamas los colores se contraían y antes de ser devorados por el negro y hacerse cenizas, destellaban en una desconocida belleza.

¡Si pudiera quemar todo! Recordó la cita de los Evangelios: “He venido a arrojar fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera ardiendo!”. Ese fuego del espíritu que consumiera todo en su absoluto esplendor y belleza. Ardería su mundo de pierrots tristes, de tribunales oscuros, de prostitutas y payasos famélicos. Su primera obra aprendida con Moreau, de quien fue más que alumno, discípulo, la que alentara Matisse, que le vinculara al  Fauvismo, la que tanto influyó en los expresionistas alemanes. El color danzando, agitándose en la composición,  liberado del orden y la línea, el color que ahora se hacía humo, se consumía como está llamado a desaparecer todo, vanidad de vanidades y solo vanidad.

Sin apenas fuerzas se sentó en aquella cocina ahora vacía, le vinieron a la memoria las primeras litografías de su Miserere que le enseñó una tarde de domingo, corría 1948, al matrimonio amigo de los Maritain. Raïsa dijo: aparecen otras imágenes, las de Cristo, con la cara y el cuerpo increíblemente deformado... así expresa su adversión por la fealdad moral, su horror por la mediocridad burguesa, su vehemente anhelo de justicia, su piedad para con los pobres, en última instancia, su fe viva y profunda, junto con la necesidad de la verdad absoluta en el arte.

Explicó Rouault: he sido poseído por una suerte de locura, o de gracia, depende de cómo se lo mire. El rostro del mundo ha cambiado para mí. Veo todo lo que había visto antes, pero de una forma diferente y con una armonía distinta.

Este Miserere, matriz de la obra de Rouault, viacrucis de 58 grabados, tiene la técnica del santo sudario: coágulos de sombras, impresión de las heridas, la sangre y el sufrimiento dando forma al rostro del hombre.  El pintor se abismó en los infiernos de su tiempo, el de las grandes guerras mundiales, como anteriormente Callot y Goya dieran a la estampa la crueldad bélica de la época que cruzaron.

A diferencia de ellos, en el aporte corpóreo de estas planchas no acaba la contemplación,  estas son sólo la concavidad de un aparecer, concavidad de un vientre donde se desarrolla el germinar de una esperanza. Ya que la tragedia alienta en su pintura lo invisible. La pasión del hombre se confunde en la del Cristo, trascendiéndola hasta el misterioso umbral dónde la Fe aparece. En este imponente retablo de tierra oscura, la mirada no se hunde bajo el peso de las líneas materiales del aguafuerte y aguatinta sobre papel, sino que como la luz que atraviesa las vidrieras expanden el color sobre el espacio, así estos grabados descomponen sus trazos negros, telúricos y ancestrales,  en piadosas oraciones.

Como si fuese un fantasma, cruzó habitaciones desnudas, solo alguna caja olvidada, carpetas polvorientas, un mueble cubierto con tela, el recuerdo intenso de su mujer tocando el piano lo detuvo un momento.  Se puso su abrigo, cerró el piso  en el que su vida había transcurrido, arrastrando los pies  llegó a la calle. El crudo frío parisino le hizo arroparse lo mejor que pudo la bufanda. La tarde había caído y el anciano solitario reflexiona perdiéndose en la oscuridad: "Para mí, pintar fue una manera de olvidar la vida; un grito en la noche, una risa asfixiada". Fue su última visita a la casa,  sólo había regresado  a destruir su último vínculo material,  de su cuerpo se desprendería poco después,  el 13 de febrero de 1958, a los 86 años de edad.  Su reino no era de este mundo.

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Eusebio Calonge

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