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No tenía otro modo de retener tu presencia, ni más arma para enfrentarme a la brutalidad de la muerte que mis pinceles. La habitación blanca, las cofias blancas de las enfermeras, las batas blancas de los doctores  y tú piel ya como un papel, también blanca, que iba trasluciendo cada hueso. En un mundo que había perdido su color, día a día bocetando tu sonrisa en pugna con el dolor, reteniendo tus manos frías entre las mías, tu pulso cada vez más leve, tu mirada yéndose a dónde yo no alcanzaba. ¡Valentine!

Huérfano desde su niñez de un talentoso cartelista, Ferdinand Hodler, determinó dar el paso que le llevara del artesano al artista. Se trasladó a Ginebra y se puso a las órdenes de su maestro Barthélemy Menn quien le enseñó otro modo de contemplar , sacándolo de un realismo pétreo hacia un simbolismo que busca restituir la emoción de las fuerzas de la vida, pero que con frecuencia se queda en un decorativismo cósmico.

Te retraté en las interminables horas de tu enfermedad, en ese abismo en que se pasa de la esperanza de restablecer la salud a la agónica espera de la muerte. ¿Hacia dónde iba tu alma?  La luz caía en la tarde y yo me preguntaba si mañana ese pájaro asustado habría volado ya hacia el otro lado del horizonte. ¡Valentine!

Determinante un viaje que hace al Museo del Prado en 1878, Hodler viviría dos años en la Plaza de Santa Cruz de Madrid, donde va ahondando en ese mundo que le es tan oscuro como fascinante de la pintura española.  A su regreso a Ginebra comienza a cuestionarse en su pintura sobre el destino humano ante la proximidad de la muerte. Entre 1989 y 1890 pinta quizás su más famoso cuadro La Noche por la que van asomando sus obsesiones junto a las influencias recogidas en sus visitas a ese museo, con tanto de cuartel y de convento como es el Prado.

Pinté tu enfermedad, tu agonía, te pinté moribunda y muerta, viéndote diluirte en el sueño intravenoso de la morfina.  Tú respiración se hizo angustiosa, un resorte descompuesto, la espantosa mueca del tiempo cubriendo bajo su tul de sombra la vida.  Donde hubo una mirada enamorada, quedaron  dos orificios, dos abismos de olvido. Dónde vibró la palabra y se aposentó la sonrisa, una mueca desquijada.

La frenética pasión que mantuvo con la bailarina Valentine Godé –Darel, a quien retrataba como odalisca o vestida a la española, se truncó de modo imprevisto con la terrible enfermedad de esta. Acompañándola en  su calvario a la cabecera de su cama,  fue pintando en más de cien dibujos y pinturas todo el proceso de su inexorable deterioro  físico. Un documento terrible, quizás macabro, con el que se deslizó de su simbolismo de composiciones coreográficas  al expresionismo  más lúgubre, que nos hace preguntarnos desde un lado extremo por la finalidad del arte. La muerte no como una alegoría ejemplarizante  o pórtico a otra vida, tan arraigada en la tradición española,  sino como devastación absoluta, fin desgarrado de todo destino, sin sentido, despojada de todo atisbo moral o religioso.

El propio Hodler anotó en un cuaderno de estos bocetos hospitalarios: “Es la muerte en su grandeza lo que veo a través de esos razgos que fueron amables , amados, adorados y que ella invade. Los colma de sufrimiento, pero de algún modo los libera poco a poco y les da su más alta significación.” La última de estas pinturas retrata el yerto cadáver de la amada, casi un esqueleto, en un horizonte de rosas.

De esta tragedia personal ya nunca se repuso. Como en otro de sus famosos cuadros, Cansado de vivir, busco desesperadamente la paz, encontrándola definitivamente tres años después de la muerte de Valentine, un 19 de mayo de 1918.

Eusebio Calonge es escritor y dramaturgo.

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