¿Quién le podría trasmitir el calor de aquel fuego sino Sarah Bernhardt?
¿Quién le podría trasmitir el calor de aquel fuego sino Sarah Bernhardt?

Sobre los escenarios parisinos del fin de siècle se representaban obras herederas de un romanticismo ya degenerado en folletín lacrimógeno, o excrecencias de un naturalismo que hizo fermentar las heces más sórdidas de la sociedad, restregadas al “respetable” del modo más histriónico y sobreactuado. También pervivían los ecos del vodevil más grosero y los dramones históricos, por más que su tramoya estuviera apolillada y sus telones remendados con andrajos del Ancien régime.

El simbolismo era sólo una alborada que se anunciaba en los libretos más poéticos pero que aún no descollaba sobre los proscenios, y André Antoine comenzaba apenas a poner las bases del teatro del siglo XX enterrando la ampulosidad, la verborrea y los sensacionalismos de sus precedentes. Extraño imaginar a Léon Bloy en un palco. Como no podía ser de otro modo, sentía aversión por el teatro de su época. Sin embargo no fue del todo insensible a su misterio, y una noche la musa de la tragedia supo encontrar un sendero hasta su alma. No desde el mausoleo del papel (ninguno de los autores en boga en aquel momento, Zola, Dumas hijo, Victor Hugo, etcétera… escapó de los vituperios de este experto en demoliciones) sino desde la encarnación de un personaje sobre las tablas. ¿Quién le podría trasmitir el calor de aquel fuego sino Sarah Bernhardt? ¿Que tenía aquella actriz capaz hasta de cautivar a este anacoreta desgarrado?

Difícil establecer un paralelo entre los dos personajes. Del silencio lacerante que rodeó al escritor a la fama que acompañó a la actriz. Del místico árido a la cortesana, hija de cortesana. De la extrema carencia y adversidades que atravesó el Mendigo ingrato al lujo extravagante de la protagonista más admirada del teatro francés, quizás el más sonado el de hacerse construir un ataúd que la acompañaba en sus tournées… En todo aparentemente opuestos menos en lo más profundo. Los dos entendían su vocación, la literatura y el teatro, no como disciplinas artísticas sino como una misión.

El 5 de abril de 1884 en Le Chat Noir, la revista de un cabaret, Bloy escribe sobre la fascinación de aquel descubrimiento: Esta orgullosa artista me provocó la más agonizante e increíble sensación de tragedia inesperada… En ese papel doña Sarah Bernhardt deja de ser actriz. No puede expresarse que es, sino la madre de la Piedad, de la ternura infinita, del Dolor y del Terror, a lo largo de este drama imbécil que ella engrandece y transfigura por completo. Te agarra el corazón con esas manos de escultora acostumbrada a moldear otra arcilla y no sé que hace con él para que palpite y arda tan pronto como ella aparece sobre el escenario banal que se llena con su presencia. La expresión de este sentimiento sobrenatural no debe ser muy habitual en el teatro y sobrepasa con creces la tradición… Creo que estamos ante una especie de milagro artístico. De ese modo, Sarah Bernhardt rompe con todos los esquemas conocidos de la estética teatral y se eleva hasta el infinito por encima de cualquier categoría de   artista. Pero se trata de algo demasiado grande y demasiado hermoso para la idiota multitud. Estas perlas evangélicas esparcidas ante la boca del cerdo. La diadema más bonita de la tierra posada sobre la más noble de las cabezas no igualaría el esplendor de esta inútil magnificencia (…) Me he esforzado en describirlo tal y como lo sentí, es decir, con el auténtico estremecimiento de mi corazón y la extraordinaria angustia de mi alma conmovida. Las críticas para Le Chat Noir han sido publicadas recientemente: Léon Bloy. De un experto en demoliciones. Ed. Berenice. Traducción de Teresa Lanero.

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Eusebio Calonge

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