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Le costaba mantener el pincel en alto, respirar era como levantar una pesada losa que le sepultaba ya los pulmones, cada golpe de tos resonaba como aldabonazos dados por la muerte, el blanquísimo pañuelo se le teñía con el oscuro rojo de un esputo. Sentía entonces de la inutilidad del combate. De que la pintura, la gran pintura que siempre quiso alcanzar no estaba ya al alcance de su agonía.

Eso era ya cada cuadro, una agonía, era como si el lienzo de León Cogniet en que Tintoretto pinta a su hija moribunda, ante el que decidió hacerse pintor a cualquier precio, hubiese sido la metáfora de su vida. Era entonces un estudiante que amparado por dos amigos viajaba hacia su ideal, conocer la pintura Italiana. Malvivió en Roma con el estómago vacío y la cabeza llena, de bocetos y amores. Fue allí donde contrajo unas fiebres malignas que no le abandonarían y que lo llevaron al hospital en repetidas ocasiones. Quizás, las horas vacías de sus convalecencias le crearan el hábito de evadirse de su época y por ello nunca le interesó pintar el mundo que le rodeaba. Las ruinas y la antigüedad, hacer viva la historia, fue lo que siempre le interesó. En su paleta, primero con colores fríos y pálidos, que conforme se acentuaba la enfermedad se fueron encendiendo, el acontecer histórico no fue un decorado, un telón polvoriento delante del que colocar personajes de pomposos atavíos, sino la atmósfera donde respiraba la grandeza de otro tiempo, algo que Rosales sentía como una herencia, la trasmisión de una raza de artistas grandes, su pintura de alguna manera aspiraba a ser esta sangre que corre por la historia y que se llama tradición.

De paso en París conoce los salones donde la modernidad balbucea su incipiente lenguaje, considerándola “un camino funesto”, si al principio fresco pronto hojarasca, donde no encuentra nada de interés. Estudia entonces para su “Muerte de Lucrecia” al Greco, innovando más que todos los pintores del momento. Así lo atestiguan sus desnudos y paisajes, su llegar al corazón de la pintura con pocos y esenciales  trazos. Como el mismo escribe “el cuadro no está terminado pero, el cuadro está hecho”.

Cansado de luchar con la enfermedad durante dieciséis años, esgrimiendo sus pinceles contra la muerte, se supo abatido. Desparramó su mirada por el estudio, los óleos que acabarían inconclusos, los dibujos y bocetos que ya no podría hacer, una carta entre ellos que le notificaba el cargo de director de la Academia de Roma, puesto que no tendría tiempo de ocupar. Murió en su domicilio, en la calle Válgame Dios número 2 de Madrid.  Una humilde placa recuerda la fecha, 13 de septiembre de 1873. No había cumplido los treinta y siete años.

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Eusebio Calonge

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