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Las campanas tocaban el ángelus. En una de las esquinas de la sevillana calle Sierpes, un ciego astroso tañe una guitarra y sus cuerdas le tocan el alma. Ya en la Corte, dos niñas cantan mientras sus cántaros se llenan, por las Cavas una madre acuna a su hijo, arropándole en una nana… entre el rasgueo de la guitarra y el darse cuenta de que toda la música española es cantada, por más que no tenga letra, por su imaginación se van fraguando Las Sonatas, también afluyen a ellas, su propia nostalgia del mar o la que encuentra en esta gente sencilla, casi rudimentaria, que más que alegría hacia la vida, sienten ésta como una penitencia. Aquí más que madonnas encuentra dolorosas en los altares.

Media sonrisa cuando le hablan de su fama en la corte de Nápoles, de sus años en Venecia, de sus tiempos de maestro de capilla en Roma, de la gran reputación alcanzada en Lisboa, de sus óperas estrenadas en Londres, o su torneo con Händel resuelto en tablas… tantos triunfos que son poco más que un soplo en su memoria… ahora pasea calle Mayor abajo y escucha a los arrieros, esos cantos que no son alegres, que no alegran el espíritu sino que purgan en soledad una pena honda. Eso sueña con llevarse a su teclado.

Ha vivido lo suficiente como para saber ahora a qué música aspira, hasta dónde lo trajo la vida para saberlo, aquí enviudó y volvió a casarse con una dama gaditana de la que tuvo cuatro hijos, ya no le llaman Domenico sino Domingo, y no Scarlatti sino Escarlati serán sus descendientes, el Vesubio que estuvo de niño en su horizonte esta aquí dentro de la sangre, un fuego que se desborda en sus gentes. Ferias y procesiones, bullicio en los mercados, los golfillos ruidosos como vencejos, timba de maleantes, marcha de soldadesca, pregones de aguadores en el Prado, corro de infantes, charlatanes y don Juanes, gitanos que zapatean, pordioseros a las puertas de las iglesias, ermitas y capillas, orondos sermones en sus púlpitos y las campanas, que repican o doblan, derramando el tiempo por los aires. Todo ese jaleo, que no ruido, es aquí un ritmo, no un modo de ir juntos, acompasados, sino de percutir hacia dentro, cada vez más punzante, horadando la dureza de estas almas ascéticas, con esa emoción, ese latido desesperado que es como dar aldabonazos en el cielo… Está cerca, lo sabe, aunque no llegue nunca, está cerca, no de encerrar en una partitura sino de trascribir a notas toda esa pasión de un pueblo harapiento.

Scarlatti se codea con todos, al reclamo de los naipes, frecuenta salones aristocráticos y  grasientos mesones. Hasta Farinelli (que aquí apodaban El Capón y que vino a curar las melancolías del monarca Felipe V) alguna que otra vez le tuvo que prestar dinero para cubrir deudas contraídas con el juego.

Las cartas se barajan, es la última ronda, despunta tras las ventanas un cielo velazqueño, sabe que el contrincante guarda su as bajo la manga, un gato lo mira somnoliento, bocarriba tres espadas y un bastos, la partida está perdida. Regresa a su casa de Leganitos, lo detienen las notas de una sonata, es en F minor, por el oído llega la vista hasta el ciego que tañe la guitarra, y el rumor de fuente en la voz de las chiquillas, y a la tierna voz de la madre al oído de su hijo, el lamento de los arrieros hecho canto, al zapateado de los gitanos, y las campanas que le doblan, como un ensueño bajo las nubes que pasan perezosas… que sigue pasando… Domenico, Domingo, nacido el mismo año que Bach y Händel, dejó de tocar su clave un 23 de julio de 1757, desde entonces sigue sonando, melancólico y apasionado, en todo lo que de español guarda un eco.

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Eusebio Calonge

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