La Crítica de Villamarta. Sara Baras trae 'Voces' al Festival de Jerez, un show inocuo concebido a base de marketing para engatusar a turistas y curiosos de los tópicos del flamenco.
Sara Baras Ballet Flamenco. 'Voces'. Dirección, coreografía: Sara Baras. Música: Keko Baldomero. Artista invitado: José Serrano. Diseño de luces: Óscar Gómez de los Reyes. Escenografía: Ras Artesanos. Vestuario: Torres-Cosano. Colaboraciones especiales: Carlos Herrera, J. Jiménez Chaboli, Sergio Monroy. Bailarines: Sara Baras. Artista invitado: José Serrano (coreógrafo de sus intervenciones). Cuerpo de baile: María Jesús García Oviedo, Charo Pedraja, Cristina Aldón, Daniel Saltares, David Martín, Alejandro Rodríguez. Repetidora: María Jesús García. Director musical: Keko Baldomero. Guitarra Keko Baldomero, Andrés Martínez. Cante: Rubio de Pruna, Miguel Rosendo, Israel Fernández. Percusión: Antonio Suárez, Manuel Muñoz Pájaro. Lugar. Teatro Villamarta. Día: 27 de febrero. Aforo: Lleno con las entradas agotadas. (*)
Si los llorados mitos a los que homenajea Sara Baras en Voces han pasado a engrosar la nómina de maestros inmortales se debe no solo a sus conocimientos y enorme valía artística, sino también a su particular manera de trascender y avanzar sin descanso en sus carreras y en sus propuestas. Antes de ser estrellas rutilantes en el firmamento flamenco, como lo es sin duda la propia Sara, desconcertaron, arriesgaron e incluso en algún momento fueron unos incomprendidos para propios y extraños. Cuando se saborea la gloria es fácil, y hasta comprensible, dormirse en los laureles. No fue el caso de Paco o Morente, por mencionar a dos de los gigantes a los que el espectáculo de la bailaora isleña rinde pleitesía. Ambos dieron el callo hasta el fin de sus días: renovando, profundizando en sus concepciones jondas y escapando siempre de esa zona de confort que ofrece la fama y el prestigio cosechado durante décadas. Ésta, que debería de ser la gran lección para cualquiera que encare un trabajo tratando de hacer referencia a ese poso que nos dejaron los más grandes, no aparece ni por asomo en esta nueva producción de una intérprete en plenitud artística y en muy buena forma física, pero en un inexplicable vacío creativo.
No puede justificarse de otra manera lo visto y oído en su puesta de largo en el XX Festival de Jerez, al que no acudía desde hacía diez años y que, afortunadamente, trata de huir en su programación de planteamientos tan descaradamente comerciales como el de la artista de San Fernando. Esta señora de la danza que ha bailado con Chavela Vargas y José Carreras, para Saura en Iberia y que ha encarnado con su propio ballet flamenco a mujeres atormentadas, fatales y poderosas como Juana la Loca, Carmen o Mariana Pineda, ofrece esta vez 120 minutos de insoportable tedio. Esta bailaora menuda y madura, de despliegue técnico sin parangón y ángel en su rostro a cada mirada al patio de butacas, es capaz de hacer al público enloquecer a base de darle lo que mayoritariamente pide: efectos especiales con forma de souvenir flamenco preocupado por el mero entretenimiento.
Replantes y replantes entre los ensordecedores cajones (por qué tener solo uno pudiendo tener dos en el mismo escenario); gestos cómplices (guiños, besos al infinito, rodillas en tierra, mano alzada solemnemente y dedo apuntando al cielo); piruetas y más piruetas mientras su falda vuela como un enorme vórtice multicolor; un cuerpo de baile de muy buen ver y poca profundidad, cantaores livianos de corte camaronero que entran bien por el oído... En definitiva, puro marketing para turistas de la Gran Vía o de la Quinta Avenida. Si el flamenco es global, sus tópicos, clichés y pautas prefijadas, también.
Como en los blockbusters de Hollywood, Baras no deja nada al azar y con solo ver el tráiler de su película uno ya tiene la sensación de saber qué va a pasar en cada secuencia. La sensación a déjà vu no nos abandona nunca. Solo la farruca de corte gadesiano que baila sola frente a lo que le devuelven los espejos parece ir más allá de lo inocuo de la propuesta. Con la música de Keko Baldomero, la intérprete escucha al silencio, hay un cambio climático en esa escena negra, y nuestros oídos al fin pueden descansar del machaqueo del tacón y la percusión. Innecesariamente, las escobillas se alargan hasta el infinito -a la caza de la ovación-. Hay números del cuerpo de baile que carecen de sentido y se hacen interminables en un espectáculo a todas luces excesivo en su duración. Una gala previsible y con un toque naíf que no sería negativo sino fuese porque ya lo hemos visto muchas otras veces. Los cantes edulcorados (como la soleá) y la pobre escenografía tampoco ayudan a superar un montaje que ha logrado, junto al de Antonio El Pipa, agotar todo el papel en el Villamarta. Ya saben que el arte con mayúsculas raras veces coincide con la taquilla y lo mediático.
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