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Teatro Villamarta, Jerez, 23 de abril de 2016. Concierto. Mozart: Concierto para clarinete K. 622. Beethoven: Sinfonía nº 7 op. 92. Miguel Domínguez Infante (clarinete). Real Orquesta Sinfónica de Sevilla. Mihnea Ignat (director).

Dos de los compositores más importantes de la historia de la música, Mozart y Beethoven, se unen en el programa de este concierto con unas obras capitales en sus respectivas trayectorias creativas y que se han hecho justamente célebres, no sólo por su insistente presencia en las salas de concierto y en grabaciones discográficas, sino porque el cine las ha utilizado de modo recurrente como banda sonora en bastantes películas.

El Concierto para Clarinete K. 622 de Wolfgang Amadeus Mozart fue compuesto en Viena en 1791 para el clarinetista Anton Stadler, gran amigo de Mozart y también masón. Para él ya había creado el quinteto K. 581, en el que exploraba ampliamente las posibilidades sonoras de este instrumento buscando similitudes con la voz humana, como se aprecia en la melodía cantabile del segundo movimiento del concierto incluido en este programa.

Como antes se señalaba, estamos en 1791, dos años después del inicio de la revolución francesa y pocos meses antes de la muerte del compositor, en su cúspide creativa (que en Mozart era obviamente inmensa). Por aquellas fechas trabajó en las óperas La Clemenza di Tito y Die Zauberflôte, en el Requiem, en el motete Ave Verum Corpus y en el último de sus quintetos para cuerda. El concierto K. 622, al igual que algunas de las obras mencionadas, era un canto a la fraternidad universal tan querida por la masonería a la que Mozart y Stadler se vinculaban.

Esta obra, lógicamente, ha atraído a los más prestigiosos solistas del instrumento, desde Yona Ettlinger hasta Michel Portal, pasando por Sabine Meyer y Jon Manasse. En definitiva, es pieza obligada para los clarinetistas de talento, como es el caso de Miguel Domínguez Infante, el protagonista de esta parte del concierto del Teatro Villamarta.

El primer movimiento, Allegro, es prodigioso en su concepción ya que cuenta con un desarrollo bastante largo, complejo e inusual para los dictados de la época. Inicialmente se presenta un ágil tema principal por la orquesta, que se desarrolla usando el recurso de un amplio ritornello, bien subrayado por la dirección de Mihnea Ignat. Luego, el solista ejecuta unas complejas semicorcheas y arpegios hasta llegar a un trino sobre la dominante que sigue a la conclusión del tutti. Un segundo desarrollo del tema estrecha todavía más el diálogo entre solista y orquesta en tonalidad menor, que se ve entrecortado por un tema libre modulado en tono mayor, muy bien ejecutado por los intérpretes. La tensión va creciendo mediante trémolos orquestales hasta llegar a un nuevo ritornello muy llamativo. Por fin, una escala a descubierto del clarinete reconduce la recapitulación antes de llegar al ritornello final. Todo ello fue minuciosamente atendido por solista, director y orquesta.

El segundo movimiento, Adagio, es una de las páginas de Mozart que ha alcanzado mayor celebridad. El compositor demanda del clarinetista un auténtico canto, casi vocal, que es repetido por la orquesta a continuación. La melodía es retomada con ligeras ornamentaciones, y se eleva hasta una doble cadenza para volver nuevamente al tema principal. Como antes se apuntaba, en este movimiento Mozart trató de acercarse al sonido de la voz humana mediante el clarinete, logrando un potente efecto emocional que no ha sido desaprovechado por Domínguez Infante, Mihnea Ignat y la Sinfónica de Sevilla. Como en el movimiento anterior, el solista demostró un notable control de la respiración y una destacada limpieza en la emisión de notas. Asimismo, los músicos lograron un uso expresivo de los reguladores, logrando en algunos pasajes un sonido casi aéreo, bien emitido y efectista.

El tercer movimiento, Rondó, está formado por una sucesión de temas de gran riqueza armónica y melódica. En esta parte el tema principal es expuesto por el instrumento solista y luego retomado por la orquesta. Luego aparece un primer intermedio cantabile del que se acaban adueñando los violines, para después realizar una tercera exposición del tema, un amplio tutti orquestal que conduce a una nueva intervención del clarinete, que inicia un virtuoso juego de saltos en semicorcheas. Un breve recuerdo del tema principal se ve continuado por el tema del intermedio, enriquecido con un expresivo trabajo de ritmos y modulaciones. La complicada cadenza final incluye por última vez el tema principal y el movimiento concluye de modo brillante, poniendo nuevamente a prueba la capacidad del solista que, globalmente, ofreció una excelente interpretación, no empañada por los dos momentos en los que tuvo problemas en la emisión de algunas notas. A destacar también la óptima contribución de Amelia Mihalcea, la concertino asistente.

Al final de la primera parte, ante los insistentes aplausos del público, Domínguez Infante regaló una hermosa transcripción para clarinete y orquesta de uno de los Preludios de Debussy. La belleza melódica y el cromatismo de la pieza fueron subrayados por los intérpretes de modo expresivo. Sólo hubo algún pequeño problema por parte del solista en el brusco paso de notas agudas a graves requerido al final de la partitura.

El 8 de diciembre de 1813, en el salón de baile del Palacio de Hofburg, en Viena, Ludwig van Beethoven disfrutó de uno de los más importantes triunfos de su carrera: el estreno de la Sinfonía nº 7 op. 92. Dos meses antes, el 19 de octubre de 1813, las tropas aliadas de Rusia, Austria y Suecia habían vencido en la Batalla de Leipzig al ejército francés, por lo que el poder  de Napoleón tenía los días contados. Este concierto formaba parte de las celebraciones y los  beneficios generados por la venta de entradas estarían destinados a los soldados heridos en Leipzig. Una completa nómina de personajes poderosos acudió al evento, en el también estuvieron presentes los compositores Antonio Salieri, Louis Spohr y Giacomo Meyerbeer.

La Séptima Sinfonía, escrita entre 1811 y 1812, cuatro años después de su anterior trabajo sinfónico, la Pastoral, es una de las obras que mayor cantidad de análisis y comentarios ha generado desde casi el mismo momento de su creación hasta hoy. La larga y prestigiosa lista de orquestas y directores que la han interpretado es expresiva de la importancia de la obra: Arturo Toscanini con la Sinfónica de la NBC; Wilhem Furtwängler, Herbert von Karajan, Carlos Kleiber y Leonard Bernstein con las Filarmónicas de Viena o Berlín; Otto Klemperer con la Philharmonia; Rudolf Kempe con la Filarmónica de Munich; Erich Kleiber con la Concertgebouw de Amsterdam; Georg Solti con la Sinfónica de Chicago; George Szell con la Orquesta de Cleveland; o Pierre Monteux con la Sinfónica de Londres. Desde luego, no sería justo valorar el resultado de este concierto desde el nivel de estas ilustres referencias.

Una magnífica y larga introducción sobre dos temas solemnes precede al Vivace del primer movimiento modo coherente y unitario. Casi se puede afirmar que estamos ante un pequeño  movimiento incluido al comienzo del primero, que fue servido de modo eficaz por los intérpretes. El ritmo desarrollado en el Vivace, muy llamativo en los parámetros de los oyentes de la época, fue resaltado convenientemente desde el podio, con una solvente intervención de los instrumentos que tenían asignados pasajes solistas. Como es bien sabido, Beethoven abría múltiples caminos que se desarrollaron a partir del Romanticismo y esta interpretación pareció proponerse subrayar este aspecto.

El Allegretto del segundo movimiento evoca una marcha de la que se desprenden dos temas que contrastan entre sí (uno grave, el otro más luminoso). Con frecuencia esta parte se interpreta excesivamente lenta debido a la tradición de escribir los segundos movimientos en tempo Adagio, aunque aquí Beethoven rompió con esta costumbre porque consideraba que para formular el contraste entre el Vivace y el Presto no era imprescindible bajar el tempo hasta un Lento. El director marcó el adecuado a la indicación de la partitura, alejándose de la excesiva lentitud con la que en ocasiones se enfoca este movimiento. Esta pieza es la que ha alcanzado mayor celebridad de esta sinfonía, con gran éxito desde el día de su estreno, en que fue repetida a requerimiento del público. Y ello se consigue con una gran economía de recursos: una idea rítmica sencilla, una sucesión de notas negras con dos corcheas, oídas repetidamente (un ostinato), que abren el camino a una melodía más suntuosa. La sinfónica de Sevilla, bajo el control de Mihnea Ignat, ofreció una minuciosa interpretación de la parte, cuidando el discurso progresivo de la partitura.

El tercer movimiento, Presto (Scherzo), se diferencia violentamente del Allegretto precedente por su ímpetu y tensión. Sin embargo, el trío posterior (que se basa en cantos campesinos austríacos y que es expuesto dos veces) crea una atmosfera más apacible y misteriosa que fue correctamente interpretada por los músicos, que, además, lograron mantener la transparencia instrumental de unas páginas en las que conseguir esto es especialmente complicado.

El brillante cuarto movimiento, Allegro finale, tiene forma de sonata con dos temas vivos, más incisivo el segundo, evocando un tiempo de danza. Aquí el control del volumen sonoro fue particularmente cuidado por Mihnea Ignat, que ayudó a que destacaran los instrumentos de viento que tienen tanto protagonismo en esta parte. El tempo impuesto por el director fue especialmente acelerado frente a lo que es acostumbrado. No obstante, fue una propuesta efectista y resuelta con coherencia.

En definitiva, el público del teatro Villamarta pudo disfrutar de un concierto solvente, en el que se combinaron unas obras que son clave para entender por qué Mozart y Beethoven son, sin discusión, dos de los mayores genios creativos de la historia de la música.

Sobre el autor:

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Joaquín Piñeiro Blanca

Profesor Titular de la Universidad de Cádiz. Departamento de Historia Moderna, Contemporánea, de América y del Arte.

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