Mientras España se exhibía ante el mundo como una democracia capaz de organizar las Olimpiadas de Barcelona 92 y la Expo de Sevilla, la antigua Yugoslavia caía a plomo desangrándose en el conflicto más cruel librado en Europa desde la II Guerra Mundial. Esta es la segunda parte del diario de viaje de un turista curioso, que ha recorrido algunas ciudades de Croacia y de Bosnia y Herzegovina preguntando qué pasó hace 25 años cuando estalló la guerra. Si quieres leer el primer capítulo pincha aquí.
La biblioteca de Sarajevo, el túnel de la esperanza, Markale, el horror…
Cuando se llega a Sarajevo en coche no se aprecia diferencia respecto de otras capitales europeas. Voy dejando atrás grandes edificios y construcciones vanguardistas, centros comerciales y un inmenso parque dedicado a los niños, próximo ya al centro. Tampoco son distintas las miradas asesinas de muchos conductores que me instan con su claxon a no estorbar más de la cuenta entre los cuatro carriles. Enfilo la avenida Vilsonobo Setalistes y voy contando puentes sobre el río MIljacka que queda a mi derecha: un, dos tres, cuatro… hasta que llego a la altura del Puente Latino. Aquí se puede decir que comenzó la I Guerra mundial el 28 de junio de 1914, cuando el nacionalista serbo-bosnio Gavrilo Princip asesinó al archiduque Francisco Fernando de Austria y a su esposa Sofia Chotec, duquesa de Honherberg. Ese lugar simbólico es una de las atracciones turísticas de la ciudad y a mí me sirve de referencia para girar a la izquierda por donde se supone que está el Hotel Sana. Nada. Lo que encuentro es una calle peatonal al fondo de la cual aparece la inmensa fachada de la catedral Católica y una mole de tres metros del Papa Wojtyła. Me pierdo por un barrio de inequívoco sentimiento  musulmán y el escaparate de una panadería me hace salivar e invita a parar, tarea imposible porque el morro de una furgoneta me advierte por el retrovisor que ni se me ocurra. Volveré a por una de esas tortas que he visto al vuelo y me recuerdan al pan que hornean con leña en semisótanos en Assilah y Chefchaouen. He comprobado que los españoles caemos bien en Bosnia y también que, cuando nos identifican, las mujeres son las más lanzadas para intentar chapurrear en español. Si les preguntas dónde han aprendido, todas coinciden en que “viendo la tele de España…, con las novelas.” Nadja, mi anfitriona en Sarajevo, lo intenta y lo consigue. Me indica en el plano que estoy cerca de todos los puntos de interés y me aconseja que empiece por el gran edifico de la biblioteca, sede hoy del ayuntamiento, que fue destruido con bombas incendiarias por las milicias serbias desde alguna colina de las que se asoman a la ciudad. Ningún otro edificio contamina la vista del monumento, que recorro perimetralmente haciendo tiempo hasta la hora de su apertura al público. A primera vista me recuerda el estilo del palacio que Antonio de Orleans se construyó en Sanlúcar de Barrameda a mediados del XIX. Efectivamente, el duque de Montpensier se inspiró en el mismo estilo oriental del que participa la Biblioteca de Sarajevo construida en 1894, cuando ya los otomanos habían perdido el control de la ciudad y estaba bajo el dominio del imperio austro-húngaro. En la puerta de entrada hay una placa rotulada en inglés que insta al visitante en tono enérgico a no olvidar la historia. Esto es lo que viene a decir: “En este lugar los criminales serbios, en la noche del 25-26 de agosto de 1992, incendiaron la Biblioteca Universitaria Nacional de Bosnia y Herzegobina. Dos millones de libros, periódicos y documentos, fueron devastados por el fuego. No lo olvides. Recuérdalo como advertencia”.En mis lecturas para preparar este viaje conocí el hecho paradójico de que la orden de disparar fósforo blanco contra la biblioteca la dio Nikola Koljevic, profesor de la Universidad de Sarajevo, amante de la poesía y el mayor estudioso de Yugoslavia de la obra de Shakespeare. Sin duda su delirio nacionalista, el sueño de la Gran Serbia, pesó más que su sensibilidad intelectual y el roce con sus alumnos musulmanes. Koljevic, uno de  los hombres fuertes de Radovan Karadžić, murió en Belgrado en enero de 1997 una semana después de pegarse un tiro en la cabeza. Mientras miles de turistas se fotografiaban en España con los muñecones de Curro y Cobi, las tropas serbias bajo el control de Karadžić sometían a un terrible asedio la ciudad de Sarajevo. Un túnel de 800 metros, que unía la zona dominada por el ejército serbio con el territorio bosnio controlado por Naciones Unidas —al otro lado del aeropuerto—, permitió abastecer a la población de alimentos y al ejército bosnio de armamentos para resistir. No puedo marcharme sin acercarme al Sarajevski Ratni Tunel, o túnel de la esperanza, que resultó ser vital para la supervivencia de las 300.000 personas sitiadas por los serbios y bajo la mira telescópica de sus francotiradores. La casa de la familia Kolar, en el barrio de Butnir, fue uno  de los accesos a esa vía de salvación excavada en secreto a cinco metros de profundidad durante meses, por la que transcurría una línea de alta tensión que suministraba energía eléctrica a la zona sitiada. Hoy un pequeño museo da cuenta de aquel episodio heroico y existe un compromiso de las autoridades de recuperar la totalidad del túnel diseñado por Nedzad Branković, ingeniero civil bosnio. La discreta presencia de paseantes por las plazas y las calles de Sarajevo me ha resultado sorprendente. Lo achaco al intenso calor, pero luego cuando cae la noche y las terrazas se llenan de familias tomando helados y refresco y de jóvenes pasándose los narguiles, caigo en la cuenta de que estamos a 14 de junio, en el ecuador del Ramadán. La actividad en la gran mezquita de Sarajevo es inmensa pasadas las doce de la noche. Familias enteras atienden —separados hombres y mujeres— las dos pantallas gigantes, a ambos lados del gran patio exterior, en las que un imán recita una letanía que más de 300 personas siguen bajo la mirada de un grupo de turistas, entre los que me encuentro robando discretamente alguna que otra imagen con mi cámara. Pego la  oreja a un guía local, que ilustra a un grupo de visitantes argentinos, y me entero de que los musulmanes de la ciudad no hablan el árabe y se aprenden de memoria los pasajes del Corán. En mis últimas horas en Sarajevo busco Markale, el mercado en el que una granada lanzada desde posiciones serbias mató a 69 personas y dejó gravemente heridas a otras 206 el 5 de febrero de 1994. No fue este el único ataque. Dieciocho meses después, el 28 de agosto de 1995, varios impactos de mortero acabaron con la vida de otras 48 personas e hirieron a 75. Recuerdo las imágenes en los telediarios e imagino ahora las terribles escenas, los charcos de sangre y el reguero de despojos humanos mientras camino admirando las pirámides —verdaderas obras de ingeniería— de melocotones, manzanas y fresas. Pregunto por aquella tragedia a uno de los fruteros, que hace gestos de no entender nada y con la mirada me remite a un compañero tres puestos más allá. Éste, en un inglés tan básico como el mío, me señala una calle lateral que intuyo como el epicentro del horror, el lugar donde una multitud de mujeres hacía cola para comprar pan a precio de oro sin imaginar que eran una diana macabra y la enésima salvajada serbia contra la sitiada comunidad musulmana de Sarajevo. Aquel ataque, uno más de tantos contra la población civil, fue la excusa para la definitiva entrada en acción de la OTAN, que desplegó cientos de aviones y miles de hombres para aplastar a las tropas serbias, lo que aceleró la firma de los acuerdos de paz de Dayton. Al final, la inútil diplomacia europea, incapaz de sofocar el incendio de los Balcanes, hubo de rendirse a la determinación de Bill Clinton, cuya intervención propició la salida negociada del conflicto. Ese es, al menos, el relato que los medios de comunicación occidentales dieron por bueno y sobre el que aún existen discrepancias e incógnitas que, seguramente, nunca se aclararán. Me dispongo a escribir algunas notas tomando un café en una de las terrazas de la plaza de la catedral del Sagrado Corazón de Jesús. Recopilo momentos de la estancia en Sarajevo y me viene a la memoria la decoración de la biblioteca, con colores inspirados en la Alhambra, y el olor a nuevo del salón donde se reúnen las autoridades locales. Pienso si acercarme por la mañana a Srebrenica, pero queda a 109 kilómetros en dirección noroeste y no quiero llegar de noche a Split, mi próximo destino, que está al sur. También pienso si la actitud de mucha gente que ha respondido a mi curiosidad con el silencio no será debido a su hartura de tanto “turista bélico” que, 25 años después, venimos a preguntar por una historia que prefieren olvidar o, al menos, no remover.Pero aún no lo he visto todo. Voy por la calle Ferhadija buscando un lugar especial para mi última cena en Bosnia. Un pequeño cartel sobre un caballete de madera señala el museo Crímenes contra la humanidad y el genocidio en Bosnia. Sigo una flecha y accedo a un pasaje interior que comunica con la calle Mula Mustafe Bašeskije, donde está mi hotel. Mi presencia interrumpe el juego de unos niños de no más de 12 años que al verme sonríen y me interrogan, con gestos y palabras que no entiendo, seguros de adivinar adónde voy. Al fondo, a la izquierda, diviso el motivo de sus risas, que no es otro que un luminoso rosa con la silueta de una chica anunciando un local de masajes. ¡Qué cabrones…! Llamo al timbre de un portón de madera agrietado y accedo por unas escaleras entre paredes descarnadas por años de humedades a una modesta vivienda de la segunda planta. Nada más entrar siento en el estómago una sensación reconocible y recuerdo la visita que hice durante el verano de 2003 al campo de Auschwitz, en Polonia. En el pequeño mostrador de entrada, Amela, una chica muy joven de tez blanca, pelo muy negro como sus ojos y marcadas sombras en sus párpados, me explica que es un museo privado promovido por estudiantes universitarios, mayoritariamente familiares y amigos de las víctimas del genocidio contra la población musulmana de Bosnia. Otro voluntario, Ajdin, se pone a mi disposición para cualquier aclaración que necesite. No hace falta. En un recorrido circular por cuatro o cinco habitaciones compruebo hasta dónde puede llegar un cerebro corroído por el fanatismo y el odio. Las paredes están llenas de fotos de hombres esqueléticos hacinados en campos de prisioneros, hay vitrinas con instrumentos de tortura, todo un catálogo de minas, machetes, varas de espinos, zapatos raídos que alguna vez tuvieron una suela, ropas hilachadas, objetos personales aparecidos en las fosas... Y lo peor, imágenes de cadáveres de niños. Uno de ellos sorprendido por la muerte con la mirada desencajada y perdida, como preguntándose la causa de estar en el infierno. Comprendo entonces que lo sucedido en Bosnia entre 1992 y 1995 debió superar todos los límites conocidos de las guerras convencionales y que se trató de un sistema organizado de asesinatos y aniquilaciones masivas contra una población indefensa. Los rostros  de los responsables de esos crímenes cuelgan del techo de una de las salas del pequeño museo con un texto en el que se relatan sus atrocidades y los años de condena a los que los sentenció el Tribunal Internacional para la antigua Yugoslavia. Entre ellos, el psiquiatra Radovan Karadžić responsable del sitio de Sarajevo y de la matanza de Srebrenica, en la que 8.000 bosnios (la versión  serbia habla de 800) fueron sacados de sus casas, masacrados y sepultados en fosas. También se balancean entre los cromos de los genocidas  las caras de otros ideólogos y ejecutores de la “limpieza étnica”, como Slobodan Milošević, presidente de Serbia y de la antigua Yugoslavia hasta el año 2000, fallecido mientras era juzgado, y Ratko Mladić, Jefe del Estado Mayor del ejército de los serbios de Bosnia,  que estuvo al mando de las fuerzas que arrasaron Srebrenica en las mismas narices de los cascos azules holandeses, ¿incapaces? de cumplir con su misión de blindar la zona de seguridad establecida por la ONU para la población musulmana.
Hasta siempre, Bosnia
Me despido de Sarajevo reflexionando, ahora con la perspectiva de los años, sobre la distancia y la desidia con la que vivimos ese baño de sangre desde la Europa Comunitaria, y sobre los intereses geoestratégicos, políticos y económicos que debieron primar para no evitar más de cien mil muertes y dos millones de desplazados en una guerra en la que se generalizó el concepto de “limpieza étnica”. También pienso en que miles de bosnios de Srebrenica, tiempo después, fueron rescatados de las fosas e identificados y hoy reposan en sus tumbas; y que yo vivo en un país en el que miles de hombres y mujeres, defensores de la democracia, de la libertad y de la legalidad republicana, siguen enterrados en el olvido de las cunetas sin que, al día de hoy, ningún Gobierno haya decidido rescatarlos y sin que los tribunales hayan condenado esos crímenes de guerra del franquismo y su posterior ensañamiento contra los vencidos. La diferencia entre un viajero y un turista es que el segundo saca billete de ida y vuelta, y para la mía quedan pocos días. Me planteo si dar un rodeo, recorriendo otros pueblos de Bosnia, hasta bajar de nuevo a la costa dálmata, o si seguir por el camino directo vía Mostar. Finalmente opto por lo segundo, no sin hacer un inmenso esfuerzo para no pasarme a ver a Azra de nuevo e intentar conocer a su madre, Sefika. Lo descarto, pues considero que es mejor pasar por un turista curioso y simpático que no por un entrometido y un pesado. Esta visita a Croacia y a Bosnia ha despertado en mí un gran interés por saber más. La crónica oficial sobre lo qué pasó en los Balcanes nos llegó desde los medios y gobiernos occidentales, y en su relato oficial siempre situaron a los serbios como los grandes culpables. Pero también éstos siguen denunciando que fueron víctimas del ejército croata en Krajima, por ejemplo, donde 250.000 ciudadanos de origen serbio fueron expulsados de sus casas y desposeídos de todos sus bienes. Parafraseando el título del libro de Vargas Llosa, tendrán que pasar muchos años para tener una remota posibilidad de conocer “la verdad de las mentiras” del conflicto de los Balcanes y de la precipitación con que vimos fracturarse la Federación de Repúblicas de Yugoslavia, cuyo líder, Josip Broz Tito, lideró a los países no alineados hasta su muerte en mayo de 1980, cuando imperaba  la política de bloques. Estoy a pocos metros de Croacia llegando ya al control de la aduana de Bosnia. Me detengo ante la ventanilla y le entrego el pasaporte a un policía jovencito con barba de tres días. En cuanto se percata de que soy español, me saluda sonriente con un "¡hala Madrid!" a lo que le respondo "¡visça el Barça!". Me lo sella con un gesto de enfado con el que no puede disimular que es un cachondo. Entonces amaga con retenerlo, me mira y me dice ¡Cristiano Ronaldo!, a lo que le replico ¡Leo Messi…! Por fin me devuelve mi pasaporte con un golpecito en la mano y tras darle las gracias, y ya alejándome de su garita,  vuelvo a oír "¡hala Madrid!" Le hago el signo de la victoria sacando el brazo por la ventanilla. ¡Hasta siempre, Bosnia!
El Mediterráneo más azul
El Adriático es un inmenso tapiz azul moteado de islas, un paisaje al que te vinculas emocionalmente solo con verlo. Voy recorriendo sus costas y tras un acantilado el mar se entromete por las montañas y luego vuelve, y juega con mi percepción visual disfrazándose de embalse, de lago o de río…  En algún punto de la zona de Makarska me detengo en un puente en medio de un pueblo, cuyo nombre no he anotado, a observar el espectáculo. Cientos de pequeños barquitos veleros puntean de blanco la lámina de agua a un lado de este remanso de luz. Al otro, hay casitas de colores con sus pequeñas embarcaderos en la puerta, y niños que se lanzan de cabeza desde los pretiles entre los amarres. Split me recibe con lluvia. Berty, el dueño del apartamento, vaticina que en una hora lucirá el sol. Me ha dejado una inmensa fuente de fruta en el frigorífico y un montón de información sobre la ciudad de Diocleciano. Saco de un compartimento de la mochila los pocos billetes de kunas que me sobraron en Dubrovnik, los meto en la cartera y  me reprogramo con el cambio recordando que setenta equivalen a diez euros más o menos. En Bosnia era más fácil calcular, pues dos marcos equivalen a un euro. Tras una sentada en el inmenso paseo, con cerveza Ozujsko incluida, y una mirada al plano, entro por la puerta Aurea hacia el interior del Palacio. Ha dejado de llover tal como predijo mi casero, y si no fuera porque huele a mar y a mi espalda hay un montón de mástiles de grandes veleros atracados en el puerto, pensaría que estoy en Roma.Los turistas somos una plaga y nos maldecimos como si cada uno no fuera igual de molesto para el otro y no nos estorbásemos solidariamente. Cargar con kilo y medio de material solo lo soporta un fotógrafo paciente como yo, que es capaz de esperar hasta que pase una marabunta de gente recién escupida de un crucero, con tal de llevarme un detalle de un edificio o unas sábanas volando en un tendedero. Pero toda esa paciencia se torna furia cuando creo estar robando el fotón del viaje y una milésima de segundo antes del clic se me cuela en el plano un sombrero de paja con la cinta “I love Split” y un cabezón dentro. Eso me ha pasado justo cuando uno de los centuriones romanos de casi dos metros de estatura, que ambientan el peristilo del Palacio de Diocleciano, se hacía un selfie con una diminuta monja de rasgos asiáticos y una sonrisa que le pillaba toda la cara. ¡Qué coraje! En Dubrovnik estuve a un tris de ser atravesado con un palo selfie mientras encuadraba uno de los torreones y, finalizando la visita a la muralla, me llevé un sombrillazo considerable de una encantadora japonesa que luego no dejaba de flexionar el cuello pidiéndome perdón. En fin, de no haber existido Diocleciano ni el cabezón intruso de la foto ni yo estaríamos hoy paseando por Split. Pero el emperador, después de abdicar en el año 293, se encaprichó con esta bahía y decidió construirse en ella un palacio de 30.000 metros cuadrados, algo sencillo —pensaría él— para la jubilación. Ese recinto de planta rectangular, de 215 por 180 metros, es hoy el Stari Grad, el casco antiguo de la segunda ciudad en número de habitantes de Croacia tras Zagreb. Como me sucedió en Dubrovnik —que es el caso extremo— voy embelesado con tanta belleza y solo tengo que seguir la inercia de otros paseantes para recorrer el templo de Júpiter, el Mausoleo de Diocleciano y llegar a la Catedral de San Diomo, por cuyas escalinatas voy subiendo hasta que un musculoso brazo se cruza delante de mi pecho y su dueño me dice "closed". Durante todo el viaje he tenido que poner freno a esa agonía de intentar verlo todo que, a veces, no deja culminar otros momentos de placer. Eso me sucede ahora, así que guardo el plano, le pongo la tapa al objetivo de la cámara, y me recuesto en una tumbona de madera en un paseo junto a uno de los muelles más al oeste de la ciudad. Es la hora de la tarde entre dos luces cuando los azules se tornan violáceos, se incendia el horizonte y aparecen las estrellas más madrugadoras. Cierro los ojos y oigo crujir los cascos de las embarcaciones y el chapurreo de los paseantes en lenguas irreconocibles en esta babel maravillosa. De tener sabor, el aire que corre sería dulce. Su roce en la cara es suave, como un velo de seda y su fuerza no consigue hacer ondear las banderas de los veleros que me observan. La noche se impacienta por caer. Nadie me espera.
Camino a los lagos de Plitvice. Fin de trayecto
Me he pasado dos días recorriendo el Adriático y ahora voy camino del Parque Nacional de los lagos de Plitvice. No he podido conocer las islas más espectaculares de Croacia: Korcula, Brac, Hvar, Cres… Ya digo que no soy un viajero. De serlo, habría buceado sin prisa por la Molda Spilja, la cueva azul en el islote de Bisevo, y me hubiese abandonado al solaz de aquella playa, en Svernic cerca de Split, en la que dormí por veinte euros en casa de una maravillosa anciana que me hablaba a voces en serbo-croata sin la menor posibilidad de que  nos entendiésemos. O quizá me hubiese hecho el remolón en Zadar, donde vi el atardecer más hermoso de todo el viaje desde el Saludo al Sol, un inmenso circulo construido con placas de leds de colores que dan a los turistas que lo pisan un aspecto fantasmagórico. Allí también contemplé caer la noche más hermosa sentado en el Órgano del Mar, unas escalinatas dentadas, como un inmenso teclado a distintos niveles, en el que las olas golpean y construyen con sus chasquidos una melodía de espuma y agua.Echo de menos ahora esa compañía azul, a veces plata, que me ha escoltado durante tantos kilómetros, en los que en ocasiones he hablado solo por la necesidad de celebrar tanta belleza. Ahora el paisaje es otro y el aire frío anuncia que voy hacia el norte. Por primera vez, en una parada para desayunar a media hora de los lagos, saco de la maleta el cortafrío que me ha prestado mi hijo. El camino es verde y montañoso. En medio de una planicie, mimetizados con el paisaje en un  día nuboso, identifico carros de combate, cañones, un par de helicópteros y camiones. Están alineados frente a unos barracones. Una alambrada los separa de la carretera y en ella varios carteles prohíben el paso y hacer fotos. Me he pasado de largo y me doy media vuelta —efectivamente— para disparar la cámara desde la ventanilla del coche y hacer un vídeo con el móvil. La escena me vuelve a llevar a Mostar y a Sarajevo, y a los cementerios que he visto por todas partes. Y de pronto recuerdo un artículo de Arturo Pérez Reverte que rebosaba asco y rabia, en el que le escupía a todos los gerifaltes de la Unión Europea, de EE.UU, de la OTAN, de la ONU, a los genocidas y a esta mierda de mundo… El autor de Territorio Comanche vio la sangre brotar de esas heridas por las que yo pregunté al joven taxista de Dubrovnik, a Nives, a Azra y al frutero de Markale, y que él describió en sus crónicas cuando la hemorragia en los Balcanes era incontenible y no había lápida ya para tantos cadáveres apilados por las calles. Estoy instalado en una exquisita buhardilla, a tres kilómetros de los lagos, en uno de esos edificios de montaña con techo de pizarra a dos aguas, en los que cualquier hueco vale para hacer acopio de leña. He desplegado toda la artillería para ésta última etapa y cargo en la mochila la Nikon D7200 con tres objetivos, más un par de filtros de densidad neutra para convertir las cascadas en mantos de seda blanca; también llevo la Gopro con un accesorio que la sujeta a mi frente y, por supuesto, la cámara del móvil dispuesta.  Me pongo en marcha. Voy en una barcaza que recorre el lago Kozjack, dejando a la derecha la isla Stefanija. Luego otro barco más pequeño me pasea por una  alfombra celeste para llevarme al pie de un camino de madera que se abre paso en medio de un bosque con toda la gama de verdes y claroscuros. El agua se agita blanca junto a mis pies y percibo sonrisitas jocosas en muchos de los turistas con los que me cruzo, a los que se les va la mirada hacia el piloto rojo del artefacto que llevo en la cabeza. No soy el único. Algún colega japonés lleva, además, un trípode profesional y dos cámaras más colgadas del cuello.La carga en la espalda está mereciendo la pena. Estoy seguro de que la serpiente ofreció aquí la manzana de la discordia. Esto es de una hermosura que te atraviesa, un latigazo de emoción que corta la respiración. He decidido aislarme de los visitantes y mirar solo en dirección a la belleza. El rumor del agua es casi codificable en una melodía que sube y baja de volumen a medida que las cascadas se alternan y cambian su caudal y altura. La paleta de colores va del verde al azul más intenso, y de la aguamarina al turquesa según lo que dictan el sol y las nubes a cada rato. Me siento un privilegiado por estar aquí sintiendo esta serena felicidad. Pienso en la gente a la que quiero y me viene a la boca el poema de Rafael Guillén:

Hoy no existe París, porque estoy solo. Hoy no es verdad toda esta luz, cernida por los verdes castaños del boulevard (…) Hoy no existe París porque no tengo a quien decirle: "Estas son las piedras de Saint Germain des Prés  (…)

  Y porque estoy solo, y quiero que Plitvice exista en este momento, converso conmigo en voz alta y compruebo que la belleza es capaz de hacer que el pensamiento estalle en palabras, como estalló con la pena que sentí entre las tumbas de Mostar, en el mercado de  Sarajevo, o mirando a los ojos de Nives y  de Amela. No voy a olvidar este viaje que me han regalado por llegar a los sesenta años y espero releer este diario dentro de mucho tiempo, con algún capítulo añadido de todo lo que me quedó por ver y vivir en Croacia y en Bosnia y Herzegovina, adonde espero volver. Es fantástico viajar para comprobar que soy nadie y único allá donde esté, para comprender que aferrarse a una tierra, a una patria y a un dios, frente a otras tierras, otras patrias y a otros dioses, te empequeñece y anula como ser humano… Y, en todos los casos, te destruye. En Mostar leí, sobre un firmamento de estrellas tatuado a balazos en una tapia, una frase que quiero que siempre me acompañe: “Todos vivimos bajo el mismo cielo”. Ojalá pueda seguir aupado a mis zapatos otros sesenta años por el mundo. Gracias, querida, por regalarme este viaje.

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Pedro Grimaldi

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