In memoriam: Enrique Hernández, cartujo, profesor, sacerdote

Él siempre se consideró un fraile cartujo al que su salud precaria no le permitió serlo y le obligó a abandonar muy pronto la Cartuja, que había sido siempre su más íntimo anhelo

Enrique Hernández, descanse en paz.
Enrique Hernández, descanse en paz.

Acaba de fallecer en Jerez, a la edad de 95 años, don Enrique Hernández. Cartujo, profesor, sacerdote.

Habrá algunas personas que hagan con mayor conocimiento que yo un panegírico de sus virtudes. Yo traigo aquí su recuerdo por el hecho circunstancial de que fue mi profesor de Historia y de Literatura en cuarto curso de bachillerato en el colegio de los Marianistas de Santa Fe, Nuestra Señora de El Pilar.

En los colegios del siglo pasado los alumnos “internos” eran un estamento especial. Constituían casi un generalato estudiantil frente a la infantería chusquera de “externos” y “mediopensionistas”. Se nos consideraba un poco parte del “estado mayor” de la comunidad y teníamos, por ello, algunos privilegios. Quizás por la frecuencia del trato y por compartir comidas, paseos y partidos de fútbol con los profesores durante fines de semana, puentes y festivos. Lo que nos hacía lucir unos galones especiales frente a todos. La soldadesca iba al colegio solo a estudiar; nosotros vivíamos en el colegio.

Don Enrique Hernández fue mi maestro. El primero de los tres o cuatro que después tuve en mi vida. Y dejó en mí una huella profunda. Yo creo que aprendí de él tres cosas: la primera, el amor a los clásicos (recordaré siempre su risa contenida comentando el retrato que hace Quevedo del dómine Cabra en El Buscón, cuando refería que su sotana era milagrosa porque no se sabía de qué color era. “Algo así me pasa a mí -decía- que tengo dos trajes: el puesto y el quitado”); la segunda, la integridad moral. Don Enrique no era bueno, ni honesto, ni humilde, ni austero, ni siquiera santo. Era, sencillamente, íntegro. Su propia vida entera era un ejemplo vivo de coherencia y rectitud moral. De virtud. Yo sé lo que es la integridad porque la vi encarnada en un hombre, cuando yo tenía catorce años.

La tercera. Entre los marianistas entonces era costumbre dar los buenos días por la mañana estrechando la mano, a la manera francesa. Así que había una cierta obligación de hacer este rito al cruzarse con un profesor. A nosotros nos encantaba estrechar la mano de don Enrique porque lo hacía de un modo firme, seguro, acogedor. Otros profesores, nos alargaban una mano fofa, desinteresada y blandengue, con la desidia de alguien que detesta su trabajo. Don Enrique me enseñó también a saludar. Como saludan los creyentes, los que confían en que el día de hoy traiga una esperanza que haga mejor al día anterior.  La fe, la esperanza, la caridad…no se transmiten a los niños desde el púlpito. Ni con grandes sermones. Se transmiten desde la verdad de tu propia manera de estar en el mundo. Con fe trascendente o sin ella (esto no tiene nada que ver con ser religioso).

Nazareno, por don Enrique Hernández.
Nazareno.
San Sebastián, por don Enrique Hernández.
San Sebastián.

Él siempre se consideró un fraile cartujo al que su salud precaria no le permitió serlo y le obligó a abandonar muy pronto la Cartuja, que había sido siempre su más íntimo anhelo. Nos contaba esto y otras cosas de su vida espiritual con una sencillez frailuna las semanas que se ocupó de un grupo de internos que preparábamos el examen de reválida de cuarto. Cuando terminamos el examen, una tarde me bajó de su cuarto dos tablillas que había pintado al óleo para mí: un nazareno imitando a Ribera y un San Sebastián copiado de El Greco (firmadas con su acrónimo Ehache, Enrique Hernández). Ellos -junto con una medalla de Blas Pascal- han sido mis compañeros más fieles en el camino de mi vida. Siempre conmigo. Siempre.

Ahora, cuando responsabilizamos del fracaso escolar a los políticos, a los padres y a nuestros jóvenes y adolescentes echándoles en cara su falta de disciplina y esfuerzo, su menosprecio por la cultura, su desdén y su falta de compromiso…a lo mejor habría que repartir las culpas -también- con un profesorado en el que es bien difícil encontrar un maestro. Lo sé en las carnes de mis cuatro hijos.

En esto, a mí la vida me trató con mucha mayor generosidad. Tuve muchos y buenos maestros. Don Enrique fue el primero.

Descanse en paz.

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Sebastián Rubiales

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