El camino de tierra que bordea la A-4 es pedregoso. Obliga a conducir en segunda y a no sobrepasar los 30 kilómetros por hora si no quieres dejar una rueda en un socavón. Para acceder aquí hemos tenido que dejar atrás la salida hacia el polígono industrial de Las Salinas, en El Puerto de Santa María, y luego la rotonda que la conecta con el Poblado de Doña Blanca. Lo pausado del viaje permite disfrutar del precioso paisaje. El Guadalete, al fondo. En el cielo, enormes nubes blancas que crean figuras imposibles. Otras negras se divisan en el horizonte y parecen descargar agua. El camino va torciéndose a la izquierda. Ahora tenemos el río a nuestra derecha. Apenas doscientos metros más adelante encontramos una destartalada y pequeña edificación a la que cuesta llamarla casa. Delante, un viejo Ford azul oscuro, matrícula BL. Detrás, lo que parece un corral, vallado a base de somieres oxidados, maderas y placas de uralita. A un lado, plantas y árboles plantados en macetas y viejos cubos, y ropa secándose al sol. Un gato y luego un perro se cruzan en nuestro camino. Y un cerdo vietnamita… Aparcamos en el margen derecho de la carretera y nos bajamos del coche. Sopla poniente de componente sur. Hace frío.

“¿Les pasa algo?”, pregunta un hombre de aspecto menudo, revestido por una gastada y descolorida sudadera negra. Una capucha y una descuidada barba ocultan parte de su rostro, que aun así percibimos curtido por el sol. Lo que nos pasa, le decimos, es que venimos a conocerle. Se llama Antonio Helices Román, nacido en la villa de Rota hace 54 años, los últimos 20 vecino de la “calle del olvido, sin número”. Un hombre que decidió en su día, por propia voluntad, vivir como un ermitaño en un lugar que ya muchos quisieran en una urbanización de lujo. Precisamente de eso, de lujos, no entiende aquí Antonio. Más bien todo lo contrario. No tiene luz más allá de linternas o baterías, y no tiene agua salvo las garrafas que le trae un amigo del Poblado de Doña Blanca. La que creíamos su casa no es su casa. Lo que antiguamente, según nos cuenta, era la vivienda del encargado de abrir y cerrar las diferentes compuertas que hay por la marisma, ahora, dice, propiedad de la Comunidad de Regantes, es hoy un inmenso trastero lleno de tiestos, la mayoría inservibles, que llegan prácticamente hasta el techo. Hay tantos que es imposible dar dos pasos. Solo se puede dar uno para entrar levemente y comprobar como a la derecha, haciendo esquina, hay una pequeña cocina de gas butano comida por una grasa negra ya reseca. Una cafetera con mil batallas luce encima de un fuego, señal de que el ermitaño sigue dándole uso. Esta es, posiblemente, la cocina más pequeña del mundo.

En la Constitución Española viene recogido que todo ciudadano tiene derecho a una vivienda digna, pero Antonio se ve obligado a dormir cada noche en su coche. Y sorprendentemente no le importa. Aquí guarda su ropa, sus medicamentos y las mantas que le protegen en las todavía frías noches de esta primavera recién comenzada. Para nuestra sorpresa, en el maletero guarda pan y yogures. Eso de que tengan que guardar el frío no va con él, parece. Hace un año, cuenta, le trajeron dos neveras viejas que colocó delante de la casa y que llenaba de hielo para mantener mejor los alimentos, pero la Guardia Civil le obligó a retirarlas. Antonio vive en medio de un parque natural, con lo cual debe respetar una serie de condiciones que aun así la benemérita y la policía no le exigen que las cumpla al cien por cien. Según percatamos por sus palabras, hay un cierto entendimiento entre una y otra parte para que Antonio no haya dejado hace tiempo su singular forma de vida en este paraje.

No tiene luz más allá de linternas o baterías, no tiene agua salvo las garrafas que le trae un amigo del Poblado de Doña Blanca. Y duerme en su coche.

Del maletero también saca un cubo a medio llenar de agua salada, con un par de kilos de coquinas en su interior, todavía vivas. Las pescó un día antes, como siempre hace cada vez que la marea es buena. Es su forma de vida desde que llegó aquí. Antes fue cabrero, peón albañil, pintor e incluso a principios de los años 80 del pasado siglo, cocinero en el Coto del Marqués, el popular bar de la barriada jerezana de Icovesa, donde cuenta que no paraba de hacer pizzas cuando éstas eran la gran novedad en Jerez. Pero volvamos a las coquinas. Decíamos que las pesca a diario, pero de manera furtiva. “Llevo años solicitando la licencia. Otorgan 120 en la provincia, pero entre otras cosas me dicen que tengo que demostrar que soy coquinero. ¿Cómo lo voy a demostrar, si nadie viene a ver cómo lo hago? Nunca me la dan”, se queja. “A ver si con este reportaje que decís que me vais a hacer me la conceden”. Cuando todavía existía la peseta, Antonio vendía todos los meses unas 70.000 en coquinas. Se las compraban conocidos y muchos bares. Hablamos de hace más de una década. Ahora, con unos controles de sanidad mucho más estrictos, apenas las vende a amistades. “Si se le puede dar coba a la ley, se le da. ¿No lo hacen los políticos?”. Hay meses que gana 80, 90 euros. Otros no gana nada y tiene que tirar de ahorros para pagar sus pocos gastos: gasolina, móvil y comida, para él y sus animales, a saber: gallinas, patos, perros, gatos, pavos reales y cerdos vietnamitas. Hasta diez que enumera de carrerilla: Patablanca, ocinegro, Pepa… Pronto serán más, porque al menos la mitad son hembras y están preñadas.

Antonio se levanta a diario sobre las siete y cuarto de la mañana. Desayuna lo que tenga a mano y da de comer a sus animales. Luego, si la marea es buena, sale a marisquear. Se queda en calzoncillos y se sube a una gastada tabla de bodyboard, para deslizarse sobre el fango y adentrarse unos treinta metros hacia el río, a un punto que conoce perfectamente, donde coge coquinas por espacio de unas dos horas. Si la marea o el día son malos y no puede cogerlas, afirma que siempre tiene algo que hacer: arreglar el corral, darle de comer a los animales, hacerse la comida… Con la caída de la tarde, se monta en el coche y para en la venta El Pavo Real, en la glorieta de acceso a El Puerto, para tomar un bocadillo y cargar el móvil. Y de ahí, con una linterna y una bolsa, marcha al entorno de Las Beatillas o al Pinar de Coi para coger “el caracol burgao”, que dice que es un poco más grande que la cabrilla. Luego intentará venderlo para ganar un poco más de dinero con el que tirar adelante.

“Hay que vivir la vida como mejor te plazca, como quieras. Entiendo que hay mejores formas, pero ya cada uno escoge la suya”.

Pero su vida, realmente, es el Guadalete. “Sin el río no sé vivir, le debo mucho, me ha dado la vida que tengo, aunque es verdad que te da tanto como te quita”, se sincera. Afirma que no lamenta su solitaria vida: “Me habitué y no tengo la necesidad de vivir acompañado. Tengo contacto con la gente, cuando alguno viene a verme, voy al bar o vendo las coquinas. Lo que no tengo es una pareja, pero eso no es todo en la vida”. Y aunque no niega que a veces pasa por malos momentos anímicos, vuelve a defender su manera de entender las cosas: “Hay que vivir la vida como mejor te plazca, como quieras. Entiendo que hay mejores formas, pero ya cada uno escoge la suya”. También dice que no le hace falta tener luz o agua. Ni cuarto de baño. “Lo hago todo en el campo”. Y añade: “Si las comodidades se envidian es porque no las tienes, pero todo es adecuarse al medio”. Escucharle estas palabras nos hacen recordar al protagonista del televisivo programa ‘El último superviviente”, que enseñaba a sobrevivir en condiciones extremas. El que suscribe incluso cree que Antonio le ganaría en un mano a mano. De hecho, explica que hace un lustro, cuando se le estropeó el anterior coche que tuvo, vivió aislado durante un año, el tiempo que pasó hasta que pudo comprarse el actual de segunda –o tercera- mano. Y aunque reconoce que cuando se le estropea el coche es cuando peor lo pasa, por eso de saberse aislado, recuerda que esa experiencia le sirvió para hacerse más fuerte. “Cada semana venía un amigo a traerme comida y agua. El móvil lo apagué y no lo encendía”.

Su madre, octogenaria, y sus tres hermanos entienden de manera desigual el porqué de su manera de vivir. “He elegido esta vida y ellos lo saben, aunque alguno no la comparta”. A colación abre el coche y del interior saca un sobre. De éste, un reportaje fotográfico en blanco y negro que le hizo una amiga, Soraya, en la que refleja su día a día. Su título, todo un acierto: “Antonio: ser feliz con muy poco”.

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Jorge Miró

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