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Eleuterio tiene 47 años y es uno de los 15 residentes del centro de salud mental San Miguel, donde día tras día aprende a ser más autónomo y a convivir con la esquizofrenia.

“¿Te cuento un chiste?”. Esta divertida e inocente sugerencia era el saludo habitual de Eleuterio Fernández, vallense de 47 años. Nada ofensivo, pero a lo que le seguía que le invitaras a café o le dieras un cigarro. Fue común hasta el verano de 2016, desde entonces se encuentra en el centro de salud mental jerezano San Miguel. Con ocho años su familia ya notó que se alteraba y se ponía muy nervioso. “En cuanto le reñía salía corriendo, decía que se iba con su abuela”, cuenta su madre Isabel Jiménez.

Las situaciones continuaron sucediéndose hasta que a los 16 años fue diagnosticado. “El médico dijo que tenía un trastorno mental heredado, pero que podía hacer una vida normal”. Como cualquier joven realizó el servicio militar con 22 años. A partir de ahí, sin saber cómo, ni por qué, “vino loco”. La única novedad que contó fue la supuesta relación que había mantenido con una chica, aunque sus familiares dicen que no se creen nada. Tal fue el mal estado en el que se encontraba que pocos días después de su regreso, un 30 de diciembre, fue ingresado en el Hospital de Jerez. “No sé para qué, estuvo allí catorce días, entonces ya vino loco perdido”, espeta su madre. Diagnóstico: esquizofrenia.

Los años sucesivos no quiso salir de su casa, le daba miedo abrir la puerta. Todo este tiempo ha sido un ir y venir de médicos, con unas etapas más estables que otras. “Si le digo que tiene la camisa mal abrochada o si no le gusta la comida se enfada y se va. Muchísimas veces hemos salido sus hermanos y yo a buscarle”, recuerda. Desde hace 26 años se encuentra en tratamiento. En total, nueve pastillas: cuatro por la mañana, dos a mediodía y tres por la noche. A pesar de ello en los últimos tiempos había empeorado, no dormía por las noches, se marchaba a la calle sin decir nada “le pedía a la gente dinero para tomar café y eso no me gustaba porque a él nunca le ha faltado de nada, siempre ha estado muy bien cuidado”, afirma rotundamente su madre.

Por último, Eleuterio, quien reparte chistes a diestro y siniestro, estaba perdiendo fuerza de la mano. Isabel, a sus 74 años, sobrada de achaques por la edad, con varias operaciones a sus espaldas y con gran dificultad para moverse, cada vez le cuesta más atenderle. “Él mismo me decía: el día que tú y el papá me faltéis, ¿qué hace yo? Sus hermanos están pendientes, pero cada uno está independizado. Él tampoco quiere estar encima de nadie, solo lo sobrellevo yo porque soy su madre”.

Su médico le sugirió realizar los trámites para solicitar plaza en el centro de salud mental San Miguel, entre otras razones para que se socialice. La misión de esta comunidad terapéutica con dos décadas de existencia no es otra que crear en los pacientes unos hábitos de vida: comer a horas determinadas, dormir, tomar los medicamentos, comprar... tareas cotidianas para que sean lo máximo posible de autónomos. Eleuterio ocupa una de las quince camas de la residencia y se relaciona con más de medio centenar de usuarios que asisten al centro de día. El de San Miguel, junto al de Puerto Real, son las dos únicas comunidades terapéuticas de la provincia que atienden a estos pacientes. La permanencia media de los usuarios en el centro no suele superar los tres años, luego pasan a otros de dispositivos que les permitan una mayor autonomía.

El balance que hace el propio vallense de su experiencia allí es muy positiva. “Estoy muy contento, hacemos muchos talleres”, asegura. Su madre, hermanos y sobrinos no faltan los días señalados para verle. Toman café en el centro de Jerez, y se ponen al día. El hijo de Isabel se levanta a las 8:30 de la mañana y se despide de la luna a las 10:45. Toda la jornada sin parar. “Hoy está aquí en casa con nosotros y trae tarea. En la residencia estudian como en el colegio, hacen actividades, talleres de carpintería, pulseras, dan su paseo…”, explica satisfecha su madre.

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María Luisa Parra

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