En el corazón de Andalucía, Sevilla se despliega como un escenario de piedra dorada, agua y canto. Con casi 700.000 habitantes, la capital hispalense es una de las ciudades más antiguas de Europa y, sin embargo, late con una juventud perpetua. Fundada por los tartesios, engrandecida por romanos y árabes, y engrandecida aún más durante el Siglo de Oro, su historia se lee en cada azulejo y en cada sombra del Guadalquivir.
La ciudad guarda tres joyas que resumen su esplendor: la Catedral, la mayor gótica del mundo, donde descansa Cristóbal Colón bajo la mirada de la Giralda; el Real Alcázar, laberinto de patios y yeserías mudéjares; y el Archivo de Indias, memoria de la expansión americana. Juntas forman un conjunto declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Pero Sevilla no es solo historia, sino ritmo y respiración. En el Barrio de Santa Cruz, las calles se enredan en una maraña de geranios y confidencias. En Triana, el barrio al otro lado del río, nacen las voces del flamenco, arte universal que sigue siendo banda sonora.
Cada primavera, la ciudad se transforma. La Semana Santa inunda las calles de incienso y saetas; y poco después, la Feria de Abril convierte el Real de Los Remedios en un estallido de farolillos, música y volantes.
Más allá del mito, Sevilla es una urbe moderna, con tranvías eléctricos, vida universitaria y propuestas culturales en espacios como CaixaForum o el Metropol Parasol, cuyas pasarelas regalan la vista más contemporánea del casco antiguo.
Y cuando cae la tarde, todo se detiene unos segundos: la luz se vuelve dorada, el aire huele a azahar (en épocas como Semana Santa) y el viajero comprende por qué, desde hace siglos, Sevilla no se visita: se siente. Y luego está su aire moderno salpicado por las nuevas tendencias urbanas que terminan de rendir al visitante.