El Real se vuelve a quedar pequeño tras una segunda jornada de Feria con un calor abrasador, coches de caballos y comidas familiares.
Entre el jolgorio empiezan a sonar los primeros cascabeles de la Feria del Caballo. Corceles de piel roja, castaña, blanca… inician su desfile. Al paso de un coche de caballos, una niña agita la mano. Quizá para sofocar el asfixiante calor. Sopla una leve brisa de Poniente. El albero no rezuma en el ambiente, pero es tanta la multitud que provoca algún que otro picor de nariz. Familias y cuadrillas de amigos se suben a los enganches para tener otro punto de vista de la Feria. Después de unos 20 minutos de paseo bajo el sol abrasador: una sonrisa, un selfie y a buscar una caseta con sombra donde almorzar. Si bien en el día del alumbrado ya se dejaron ver algunas flamencas, en la segunda jornada el vestido se hace imprescindible. Volantes, estampados florales, lunares, escote de espalda… y una buena corona de flores para culminar el tipo. Pero sin duda, las pequeñas son las que acaparan todas las miradas. Madres que van conjuntadas con sus hijas, otras que dan pequeñas pataítas y las que pasean con un enorme Bob Esponja relleno de helio.
“¡Mucha gente! El año en el que más gente hay”, le comenta una mujer con traje rociero a sus amigas. “Se nota que este año la gente tiene para gastar. O que por lo menos hay menos miedo a gastarlo”, murmura otro por el Real, mientras sortea a un coche de caballos. Pero no todas las ruedas que circulan por el recinto ferial son las de los enganches. Un grupo de mujeres, conjuntadas de color rosa, marcha hacia una de las salidas cargadas con sus maletas de viaje. “¡Que perdemos el tren!”, chilla una de ellas. Vienen desde Torrejón de Ardoz, Madrid, y confiesan que escogieron antes la Feria de Jerez que la de Sevilla por el acceso a la hora de entrar a las casetas. “No sabíamos a cuál ir, pero nos decantamos por esta por la accesibilidad que tiene. Y es totalmente cierto”, sonríen. “Pero eso sí, faltan consignas para dejar las cosas”, incide una, y es que llevan dando vueltas con las maletas durante más de tres horas. “No sabíamos dónde dejarlas”, lamenta otra. Abanico por aquí, abanico con la cara de La Faraona estampada por allí. Incluso hay alguna que lo usa como parasol, más que como ventilador. El domingo de Feria se vive con calor, con ganas de maceta de rebujito con hielo e hierbabuena. Mientras jinetes y amazonas esperan, subidos a lomos de sus caballos, a que estos reposten en la pila de agua, ellos aprovechan y hacen lo propio. “¡Vámonos a la Peña La Buena Gente!”, se escucha. Son las cinco de la tarde y el gentío busca sevillanas y bulerías. Pero las casetas, esas que guardan compás y arte están atestás. Muchos se las apañan arrimando la oreja, alzando el teléfono móvil o bailando justo en la entrada. "Apunta, los catalanes decimos que esto es in-comparable. En dos palabras", expresa una catalana de corazón andaluz.
“¡Qué calor!”, espeta una mujer al salir de la Peña La Bulería. “¡Horrorosa!”, le devuelven. Y es que desde dentro alguien canta: “Ay Dios mío qué caló. Ay Dios mío qué caló… ¡Qué pongan un ventilador!”. Si bien algunas casetas culturales, como son las peñas flamencas, gozan de un buen espacio para reunir a un gran número de gente, la primera caseta de la calle Lola Flores, La Bulería, no tiene tanta suerte. “Hace tres años que nos metieron aquí de manera provisional. Tres. Los socios están muy cabreados, porque esto se nos queda chico”, comparte Paco Poli, miembro de la junta de la peña. “El flamenco necesita más y esto es la caseta del perro. Nos tienen hacinados”, agrega frustrado. Todos los días ofrecen tres pases de espectáculos de flamenco, funciones que solo los primeros en llegar pueden disfrutar. “Tenemos un único módulo y pedimos al menos otro más, por Dios”, continúa Poli. “Aquí no se fomenta el flamenco, la cultura”, critica uno de los presentes. Por una de las entradas del Real, una treintena de jerezanas caminan apresuradas. A su paso, dejan un puñado de claveles rojos y blancos pisoteados y embadurnados de albero. La líder, o la protagonista de la noche, vestida con tutú y velo blanco, porta un obsequio prácticamente obligada. “Venimos a dar una vuelta, a tomarnos algo y a bailar”, apunta una mientras se pierde entre la marabunta. No es la única despedida de soltera que se celebra en la Feria del Caballo. “¡Vivan los novios!”, grita un hombre a un grupo de mujeres que ríen desde un coche de caballos.
¿En qué fijarse cuando el parque González Hontoria huele a serranito y pescaíto frito? La Feria del Caballo repite escenas, imágenes calcadas año tras año. No queda más que mirar hacia arriba y observar. Conservar cada detalle, cada “abanicada”, el rojo del carmín en la sien de un amigo, las palmas, el hielo que, al chocar, salpica y refresca la piel, las fotografías improvisadas, equivocarte de número en la sevillana, beber y beber rebujito y darte cuenta de que lo único que hace es darte más sed.
