Los españoles de cierta edad tienen una película navideña de cabecera. La Gran Familia, con Alberto Closas, Pepe Isbert y López Vázquez como elementos imprescindibles, es el Qué bello es vivir en versión ibérica.
Los más jóvenes también la habrán visto por influencia de sus mayores. Aquella prole franquista, opusina y amable que resolvía sus pasajeras y leves tribulaciones de diciembre en blanco y negro.
Si aquel largometraje de revisión anual obligada se hubiera rodado en Andalucía, el benjamín de los personajes, Chencho, no se habría perdido en un mercadillo de figuritas del Belén y adornos navideños en Madrid. Su abuelo y hermanos le habría buscado a gritos por Medina Sidonia.
El chiquillo de la película se habría extraviado por las calles blancas y empinadas de uno de los pueblos más ricos -polisémicamente- de la provincia, con casi 12.000 habitantes, dejada caer con gracia sobre el Cerro del Castillo.
La localidad milenaria tiene altura de miras, arquitectura imponente y ubicación estratégica. Todo eso, colocado a menos de media hora de las playas infinitas de Chiclana o Conil. Tan cerca que los días limpios se ve sin dificultad la Bahía de Cádiz y, si el viento quiere, huele a vino de Jerez.
Obispos, duques y los mejores dulces
Sede ducal y episcopal, a su historia no le falta un perejil y a su presente le sobran atractivos cada diciembre y el resto del año.
Castillo medieval, museo arqueológico, templos reconvertidos y nobles -varios pendientes de mejor conservación- como Santa María Coronada, Santiago El Mayor y La Victoria.
Hipnotizan sus arcos, milenarias entradas urbanas, que pasaron de mano en mano -como el de Belén, La Pastora- hasta contar 11 siglos de vida.
Abundan en cada esquina brotes de curiosidad para recorrrer su trama urbana con la cabeza alta, buscando balcones, fachadas, calles escalonadas y tejas que cantó el célebre Doctor Thebussem.
El divino patrimonio y el demonio de la gula se funden cuando se acerca Nochebuena. La combinación de lo espiritual, lo histórico y lo mundano forman un menú al que nadie se resiste en muchos kilómetros a la redonda.
Con el nombre del pueblo en letras grandes y blancas en la plaza de España -que no falte la foto para las redes-, Medina Sidonia se ha consolidado como plaza fija para el paseo comercial y gastronómico, para la compra y la cata, el turismo sabroso cada final de otoño, inicio de invierno.
Medina Sidonia tiene la mayor tradición repostera de Cádiz, de las más alabadas de Andalucía. Hunde sus recetas en la era musulmana y la mantiene vigente. El relevo generacional entre fabricantes y clientes ofrece novedades sorprendentes.
La conclusión es una festiva obligación: hay que pasar cada año por Medina, al menos una vez, para repostar felicidad.
El dulce más popular nace aún de madrugada. Empieza a fundirse la miel en una marmita. Sólo debe cubrir un cuarto de la olla. Con el agua restante, hierve hasta el borde.
Ese elixir que luego será alfajor se extiende en mesas quirúrgicas y aparece la pasta sobre la que vertir almendra y avellana, cinco especias y un leve toque de pan rallado de telera, "nunca de cualquier congelado".
El amasado ritual precede al corte en cilindros de distintos tamaños. La pieza más común y vendida es de 50 gramos. Los hay "hasta de 25 kilos".
Cinco generaciones de alfajores
Sobrina de las Trejas tiene obrador y despacho en la avenida de Europa 25 del polígono Prado de la Feria y tienda en la inevitable plaza de España, enfrente de otro templo pero más salado, el Bar Cádiz.
Crea unos 90 kilos de alfajores al día entre los primeros días de octubre y los primeros de enero. El resto del año, esa cantidad pero a la semana. Fermín Mesa es la cuarta generación de Sobrina de las Trejas, una de las marcas con más prestigio del pueblo pastelero.
"Artesanos desde 1852", luce con orgullo cada envase. Con su hija Julia, quinta generación, supervisa las cajas que salen hacia tiendas gourmet de toda España y hacia las manos de los compradores digitales, repasan la historia que asombra al profano.
La receta "la trajo de África una criada, una esclava camuflada de mediados del XIX. Era árabe y la obligaron a llamarse Catalina… La época".
Aunque se acabaron consumiendo por placer, nacieron como necesidad. Son pequeños, uno solo es capaz de mantener alimentada a una persona todo un día en el desierto y se conservan perfectamente durante meses. Sin apenas agua dentro, resisten calor y frío.
Aromas de Medina es otro sello que merece visita, disfrute lento y compra navideña. Ahora instalada en un enorme cortijo, la fábrica con tienda y salón de celebraciones (Carretera Medina-Paterna, 1,5 km) siempre tiene mucho público en estas largas vísperas.
Falta media hora para que abra la zona de tienda y ya hay medio centenar de clientes. "Desde el 1 de octubre hasta el 5 de enero, esto es una locura, gente todos los días, autobuses".
La empresa de los hermanos Barrios ha convertido la tradición en realidad industrial sin perder el timbre artesano. Fundada en 1958, en temporada alta navideña da empleo directo a más de 70 personas.
En estos días, hasta seis empleadas se afanan en ofrecer amarguillos, alfajores, tortas pardas, mantecados, roscos de vino, bolas de coco y chocolate, mazapanes.
La Duquesa Miriam
La tradición repostera de Medina tiene un gran impacto en sus afamados restaurantes. La Venta La Duquesa es uno de los de mayor prestigio.
Carnes de caza, setas en temporada vigente y guisos ya infrecuentes son tesoros de uno de los restaurantes más respetados y amplios de la provincia. Está ubicado debajo del monte sobre el se posa Medina.
Miriam Rodríguez es la jefa y el alma de la cocina. Empezó con 14 años, cuando "curioseaba y ayudaba" a sus padres Carmen Prieto y Andrés Rodríguez, aún al pie del cañón.
Miriam lleva Medina en el corazón y tenía que volcar el orgullo de pertenencia en su carta. Lo hace con tres helados de amarguillo, torta parda y alfajor que se sirven en el mismo plato y hay que consumir por ese orden para un completo disfrute.
Sabores con mil años de vida en la cuchara, intensidad exacta en una crema de extrema tersura. El homenaje a los dulces típicos de su pueblo tienen continuidad en la tarta de torta parda y el lingote de turrón crocante.
Monjas de clausura
En mitad de la calle San Juan, la más bulliciosa, obligada para un infinito paseo prenavideño, con el renovado Mercado de Abastos y las terrazas de la plaza de España en su extremo superior, aparece el punto de venta las monjas de San Cristóbal y Santa Rita.
Aunque tienen votos de clausura, una puede atender el pequeño mostrador sin salir del templo. A pesar de la modestia en cantidad y presentación de la producción, las religiosas se sostienen con estas ventas y colaboran en la supervivencia de recetas con siglos de vida.
Amarguillos, roscos, alfajores, mantecados, cabello de ángel. Todo aparece en el esquelético puesto. Sorprende que esos dulces, de origen medieval y musulman, sean recuperados cada jornada en pleno siglo XXI por jóvenes católicas nacidas en África Subsahariana.
