Mis cinco sentidos se impregnaron de todo lo bueno que ofrece una gran isla que es casi un continente en miniatura.

Desde que en noviembre, atendiendo la gentil invitación de lavozdelsur.es, puse en marcha este gastroblog #ABocaLlena, vivo con la obligación de compartir con mis lectores experiencias gastronómicas anteriores que me gustaría ir rescatando de la memoria. Ahora, en julio, se cumplen años de un viaje inolvidable. Mis cinco sentidos se impregnaron de todo lo bueno que ofrece una gran isla que es casi un continente en miniatura. Cargado de historia, fue en cierta forma un regreso al pasado. Como retroceder en el tiempo dos o tres décadas. La llaman “el Caribe del Mediterráneo”, pero Cerdeña es mucho más que playas y cocoteros. Esconde, por ejemplo, más de 7.000 yacimientos prehistóricos, que la convierten en una civilización muy desconocida, virgen, campechana y glamurosa.

De Cerdeña se lleva la palma el norte, con especial atención a las playas de la denominada Costa Esmeralda. Sin embargo, el sur, con su capital administrativa, Cagliari, a la cabeza, es un lugar por descubrir. Allí, junto a las zonas situadas en el interior, se detuvo el tiempo o ha pasado más lento que en el resto de la región. El origen de este viaje lo encuentro en Leopoldo del Puerto, uno de los colaboradores de entonces de la tertulia radiofónica de El Rincón Malillo, de Radio Jerez. Acababa de regresar con su pareja de una escapada a la zona, que no era la primera, y me ponía en la pista de los vuelos baratos con los que operaba Ryanair entre Sevilla y Cagliari.

Para estas cosas, como para otras muchas, he sido mucho más impulsivo que reflexivo. Sobre la marcha entré en el ordenador del locutorio, vi la oferta y reservé dos billetes más hotel. Mi mujer, que convive con mi impulsividad desde hace 15 años, se lo tomó bastante bien. Sobre todo, a posteriori. Para mi sorpresa, días después, los Ansorena, que es mi segunda familia y a la que adoro desde siempre, anunciaron que se unían al plan. De esta forma, una escapada romántica desembocó providencialmente en una excursión transmediterránea. Como las que hacíamos a Roche en un Seat 600 cargado de niños y de neveras, pero a lo bestia.

Organizamos un fin de semana largo. El vuelo llegó casi de madrugada, por lo que no dio tiempo más que para alquilar un coche —Fiat, por supuesto— y marcharnos al hotel a descansar. Un tranquilo Golf Resort llamado “Is Molas”, en el término municipal de Pula, a media hora en coche de la capital.Como TripAdvisor, que ya estaba fundado como portal web, no determinaba aún nuestras vidas de la forma en la que lo hace ahora, me dejé guiar casi en exclusiva por los consejos de Leopoldo. Me habló de un lugar idílico para almorzar, Il Corsaro Nero, que buscamos en el mapa de carretera —los móviles no estaban tan avanzados como ahora—.

Después de no pocas vueltas por la SP4 y de sufrir los sobresaltos de quien tiene que convivir en el asfalto con conductores temerarios, algo extraordinariamente generalizado en toda Italia, llegamos al sitio. Estamos en la Costa Verde de Marina di Arbus, en el suroeste de Cerdeña. A la derecha, la playa de Portu Maga. A la izquierda, nada. Sí, nada. Por increíble que parezca, la ordinaria y zafia burbuja inmobiliaria del sur de Europa no se ha cebado con esta zona, donde las playas vírgenes causan admiración entre los turistas y son motivo de orgullo para los sardos.

Uno, que no es de playa ni nada que se le parezca, empieza a experimentar sensación de placer en un hábitat de ordinario bastante hostil. Es un mediodía del mes de julio, pero está desierta. El agua color turquesa es transparente y está helada como la de Bolonia (Cádiz). Tras un buen rato experimentando cómo mejora la circulación de la sangre dentro del mar, salgo a la arena y no siento la desagradable sensación de haberse adherido de forma pegajosa a la piel mojada. Son granos pequeños que con sólo pasar la mano se van sin dejar rastro.

Estoy con tío Fernando Ansorena. Sólo con mirarnos nos entendemos dos enemigos declarados del sol, la arena, las cremas y las toallas. Si todas las playas fueran iguales… Suerte de haber podido compartir con él esta maravillosa experiencia poco tiempo antes de dejarnos para siempre. Aun así, nos quedó pendiente una ruta por la Castilla más profunda. A lo largo de estos días iremos más veces a la playa: Chia, Piscina, Pula… hay para todo y bueno. Con decir que a la piscina del hotel sólo hemos bajado antes de coger el avión de vuelta el último día…

Decía que después de un breve pero intenso baño de agua y sol ocupamos una de las mesas situadas en la agradable terraza exterior de Il corsaro nero. El restaurante mira al mar desde cualquier punto. Ocupa una atalaya privilegiada que gana enteros en los meses más templados y calurosos, pero abre todo el año. Nada más entrar, me ha llamado la atención una gran maceta con albahaca fresca. Recomendación aparte, aquí deben cuidar muy bien el producto. En efecto, la carta es un homenaje al mar y a la montaña sardas.

Me sorprende agradablemente que para acompañar los platos, si aquí en España se recurre a la ensalada, en Italia, o en Cerdeña al menos, todo va con pasta. Aquí son muy típicos los spaghetii ai ricci di mare. Un plato sencillo, económico y de un potentísimo sabor a mar. Básicamente, una pasta previamente cocida y cocinada con posterioridad en una pasta de pulpa de erizo de mar, aceite de oliva virgen extra, ajo y sal marina. Una verdadera delicia con la que comería todos los días de mi vida sin problema alguno.

En esta ocasión, y en otras posteriores, sirvió como acompañamiento. En Il corsaro nero hizo de entrante de una parrilla de pescado de roca con besugo, calamares, salmonetes y gambas. Además, del contenido, lo espectacular era el continente.  Una corteza de alcornoque en forma de bandeja ideal para conservar la temperatura del producto. Fabulosa la experiencia y el disfrute de un almuerzo opíparo frente al Mediterráneo.

Nos despedimos de la playa de Portu Maga con cierta melancolía, sabedores de que pocas playas más encontraremos otra como ésta. De noche, la idea de tomar una pizza en la céntrica plaza de un pueblo italiano resulta incontrolable. Es verano en Italia y, como en España, la gente vive en la calle, especialmente de noche, cuando las temperaturas dan algo de tregua.

En Pula, el pueblo en cuyo término municipal se encuentra el Resort donde nos alojamos, hay una céntrica plaza, la piazza del Popolo, que responde a lo que buscamos. Está rodeada de trattorías y pizzerías. Creo recordar que encontramos un par de mesas libres en el Café Ristorante Piazza del Popolo. No hay dudas de que, viendo la carta, pediremos las deliciosas pizzas artesanas que anuncian. Nos decantamos por un par de ellas. Una es de patata cocida, huevos, bacon y cebolla. La otra, de champiñón y prosciutto. Tiene todo lo que se le exige a un plato tan italiano: sabor, tradición, una masa irregularmente deliciosa, buen producto desde la chacina hasta la mozzarella y un buen horno de leña.

En la misma plaza, como en la mayor parte de las plazas italianas, hay una heladería artesanal donde venden unos riquísimos helados caseros. La primera vez que probé un helado en Italia fue en Monreale, un pueblo con una imponente iglesia de estilo bizantino que se localiza arriba de Palermo. En su plaza principal, una gelateria disipó mis dudas acerca de la calidad de los helados italianos, que dicho sea de paso no son mucho mejores que los de la zona del levante español. Uno de los días que fuimos a la capital, Cagliari, hicimos un menú degustación es una deliciosa heladería que hace esquina en la Vía Roma, junto al puerto deportivo. Exquisitos los helados de fruta. En especial el de kiwi.

A Cerdeña volvería cada año de mi vida. A su tranquilo día a día. A su orgullo sardo. A su gastronomía autóctona salida de la naturaleza que le rodea. A Il corsaro nero, para asomarme al balcón al mar más privilegiado. Ya digo, como loco por volver.

Sobre el autor:

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Claudia González Romero

Periodista.

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