La Campana, la confitería de Sevilla que es más antigua que la Estatua de la Libertad y la Torre Eiffel

La confitería más antigua y más céntrica de la capital hispalense cuenta ya con otros dos establecimientos desde que su obrador se trasladó a Santiponce, pero la esencia se mantiene

Los camareros Miguel Ángel y Antonio, dispuestos a servir a la clientela en estos días imparables de la Navidad.
17 de diciembre de 2025 a las 19:02h
Actualizado a 21 de diciembre de 2025 a las 08:43h

En 1885, cuando las cigarreras de Sevilla se rebelaron en su último gran motín contra sus condiciones laborales y un previsible ERE que entonces no se llamaba así aunque la mecanización de su trabajo estuviera ya cantada, volvió del otro lado del mundo, nada menos que de Filipinas, un gaditano de Rota, Antonio Hernández Merino, y fundó la confitería más antigua y más céntrica de la ciudad donde hoy permanece. La bautizó como La Campana, y actualmente sigue dando nombre a esa esquina, a esa plaza e incluso a esa zona del centro neurálgico de la capital andaluza.

El sonoro nombre se le ocurrió a Hernández Merino porque en el mismo solar donde se ubica hoy la célebre confitería se emplazaba entonces un parque de bomberos en el que solía sonar una campana en determinados momentos del día. El confitero la oyó tantas veces, que cuando fundó su nuevo establecimiento no dudó en qué nombre le pondría.

Por aquel entonces, en cada Semana Santa iban en busca de la Catedral solo 18 cofradías —52 menos que hoy—, pero esta esquina de Sierpes conservaba ya un aroma durante todo el año que no dependía de los incensarios.

Aspecto de la histórica confitería La Campana, que acaba de cumplir 140 años.  FERNANDO VÁZQUEZ

El fundador de esta emblemática pastelería y heladería había regresado de Filipinas ya casado con la hija de un médico tagalo, Margarita Nalda, y no dudó en ganarse su nueva vida, la de amasar las delicias cuyas recetas no había olvidado donde el gran negocio era el tabaco, trabajando con la técnica de los dulces árabes. Eran años de riadas, pero también del cólera, que en Sevilla afectó poco pero se disimuló más.

Curiosamente entonces se consolidaba el monopolio del tabaco que había obligado a Filipinas a producir puros para España y a crear una compañía con sede en Manila que, además del tabaco, también manejaba abacá y azúcar. Y mientras la cosa pintaba difícil para las miles de cigarreras que trabajaban en la Fábrica que años después se convertiría en sede universitaria, aquel roteño que volvía de Filipinas apostó por un negocio mucho más dulce sin imaginar que iba a seguir creciendo 140 años después.

Detalle de los tesoros que ofrece esta histórica confitería sevillana, la más antigua de la ciudad. FERNANDO VÁZQUEZ

El confitero Antonio Hernández Merino y su mujer filipina (y sevillana de adopción) tuvieron ocho hijos, pero solo dos quisieron hacerse cargo de la confitería de su padre. El primero, José Hernández Nalda no lo dudó. El segundo, Carlos Hernández Nalda, terminó convenciéndose de que era mejor olvidarse de la carrera de Ingeniería que estudiaba en Madrid y regresar a Sevilla para acrecentar con su hermano, codo con codo, un dulce negocio llamado a subrayarse con la última revirá de cada cofradía en su última chicotá hacia el centro. Otro de los hermanos, por cierto, Eduardo Hernández Nalda sería presidente del Real Betis Balompié en la temporada 1918-1919…

Torrijas para los costaleros

José y Carlos Hernández, aquella segunda generación de confiteros, llegaron a ser hermanos mayores de la Soledad de San Buenaventura y de Montesión y crearon un ritual con los dulces más característicos de la Semana de Pasión sevillana y los hombres que cargaban con los pasos.

Aquello se convirtió en una costumbre casi sagrada cuando sus cofradías paraban en la puerta de La Campana. Uno de sus dependientes corría a llevarles a los costaleros una gran bandeja de torrijas. El hombre se metía bajo los faldones delanteros del paso y, al cabo de un rato, salía por el otro extremo con la bandeja vacía. No fue hasta los años 70 del pasado siglo –con la incorporación de los hermanos costaleros- cuando esta tradición pasó a engrosar las páginas del legendario anecdotario sevillano porque ya no se veía con buenos ojos que los faldones de los pasos terminasen pringando por la miel.

Fue la tercera generación del negocio -la de José Antonio Tierno y Carlos Hernández Requejo- la primera que lo amplió con la apertura del restaurante La Reja e incluso otra pastelería con salones para celebraciones en el barrio de Los Remedios. Todavía se conservan fotografías históricas de ellos en la austera oficina de la confitería sevillana, que acaba de cumplir 140 años.

En aquellas viejas instantáneas se aprecia también el obrador con que, hasta 2017, han contado justo detrás, en la calle Vargas Campos, en las dependencias de un antiguo convento de las dominicas de Santa María de Pasión.

Exquisitas tartas de la confitería La Campana.  FERNANDO VÁZQUEZ

Precisamente para poder cumplir con la nueva normativa sanitaria, la cuarta y última generación, la de Borja Hernández y su primo José Antonio Hernández, se llevaron el obrador a Santiponce poco antes de conseguir abrir otras Campanas en lugares tan recientemente emblemáticos como el centro comercial Lagoh (2019) o en la Avenida de la Constitución (2021).

Y de este nuevo obrador tan próximo a la Itálica famosa salen actualmente no solo torrijas y pestiños, sino toda esa gama increíblemente dulce y casera de esta confitería que ha sabido adaptarse a los nuevos tiempos sin olvidar sus bollitos de leche, sus merengues, sus ensaimadas de crema, sus polvorones rellenos, sus pastitas de té, sus petisús, sus yemas sevillanas, sus bambas de nata, sus cervantinas, sus tocinos de cielo, sus palmeras de chocolate o esas milhojas de mil colores que ornamentan unas vitrinas frente a las que se quedan embobados cada día los miles de turistas que, en busca de lo más típico de la ciudad, no perdonan catar la más típica de sus pastelerías.

Una vista privilegiada en Semana Santa

Lo suele repetir, orgulloso, el ocupadísimo Borja Hernández cuando se le pregunta por la antigüedad de su negocio. “Y más antigua que la Estatua de la Libertad”, agrega. Y es verdad: La Campana llevaba meses despachando sus más famosos pasteles cuando la Estatua de la Libertad llegaba a Nueva York como un regalo de Francia.

Con el paso del siglo XX, la coqueta confitería de aires modernistas no solo ha sido testigo del devenir del tiempo y de una Semana Santa en constante crecimiento que tiene, desde su perspectiva hacia la Plaza del Duque, una de las más sentidas estampas del cofrade sevillano, sino otras incontables estampas como la de ese eterno cuponero que incluso cambia de cara y nombre porque estos vendedores parecen, a la vez quietos y en marcha, como el agua de los ríos, que pregonan el mismo número pero con distinta agua. 

Detalle de las cajas de la casa en uno de los escaparates de La Campana. FERNANDO VÁZQUEZ

Los veladores de su puerta han tenido sus más y sus menos con las a veces estrictas normativas municipales, pero en ellos tomó notas para la novela La piel del tambor nada menos que el reportero, escritor y académico Arturo Pérez Reverte veinte años después de que aquí mismo, como oficina informal de sus versos, se inspirara para sus creaciones Manuel Garrido López, el autor de las famosas Sevillanas del adiós: “No te vayas todavía / no te vayas, por favor…”, garabatearía en una servilleta, hace ahora 50 años, aquel poeta popular que llegó de su Morón natal y con solo 27 años a la capital hispalense para trabajar como empleado del Banco Central pero que gustaba de sentarse en La Campana porque aquí estaba el ombligo del mundo. Al menos de su mundo.

17 amables empleados

Hoy en día, la empresa de esta cuarta generación de confiteros va para el centenar de trabajadores entre los tres establecimientos, el obrador y su servicio de cáterin, pero 17 de ellos se emplean solo en la central, que es esta Campana de toda la vida que ahora cumple 140 años como si nada, aunque en 1985 –hace justo 40 años- gozara de una última remodelación para salvar su aspecto original, con escaparates de ensueño, azulejos de Mensaque y ese peso imaginativo y modernista que no le pasa desapercibido a la clientela, ni a la de Sevilla de toda la vida, que suele ser fiel a sus desayunos o a su caprichitos, ni a esa mayoritaria y en crecimiento que es la turística. Esa vieja báscula se la trajo el fundador, Antonio Hernández Merino, de su viaje a la exposición mundial de Chicago en 1893.

La decoración modernista de la cafetería es otra de sus delicias. FERNANDO VÁZQUEZ

“La Campana es un tesoro porque conserva el alma de nuestra ciudad”, proclama pomposamente una señora que sale del establecimiento con una bandeja de pasteles en la palma de la mano y una sonrisa de esquina a esquina. La acaba de atender Miguel Ángel, uno de los camareros de la cafetería que también se incluye en el establecimiento que igualmente cuenta con heladería.

“Esta época de la Navidad es en la que menos podemos descansar. No hay tregua”, dice otro amable camarero, Antonio, uniformado como sus compañeros y consciente de dónde se marca el límite de su territorio de trabajo. “Ahora entra incluso más gente que en Semana Santa”, asegura, mientras, por la puerta del otro extremo, entra un grupo entusiasta y reidor de turistas que no parecen esperar este universo de sabores y que, en cuanto concentran sus miradas en las vitrinas de pasteles o helados, parecen subrayar su salivado con un silencio solemne.

Los camareros y dependientes visten el mismo uniforme desde antes de la Transición, y los dulces se siguen empaquetando en un papel que se cierra con esos pequeños cordones que garantizan que el paquete no se abra.

El escaparate de La Campana anuncia ya la llegada del Niño Dios. FERNANDO VÁZQUEZ

Entre el catálogo de dulces se van incorporando algunas novedades de semifríos, tartas de queso y nuevos formatos de magdalenas, pero lo que la clientela demanda mayoritariamente –y basta un rato de observación- es “nuestro recetario tradicional”, señala una de las dependientas mientras muestra unas tostadas de pan de molde elaborado en casa. Es una especie de brioche. También elaboran sus propios helados, con los que hacen batidos, y por supuesto los roscones de Reyes que ya hay cientos de  sevillanos encargando para no quedarse sin el suyo.

La primera en Campana

Aún no hay torrijas, pero ya falta poco. Solo se venden desde el Miércoles de Ceniza y hasta el Domingo de Resurrección. En Semana Santa, “muchos turistas se las llevan de vuelta a sus países”, explica una de las dependientas más experimentadas.

En cuanto irrumpe la Cuaresma no solo se ponen a la venta las torrijas, sino que se cambian los escaparates, con más réplicas de pasos de Semana Santa en miniatura y nazarenos de caramelo y chocolate.

Sobre el autor

Álvaro Romero

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