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Muchas veces he pensado qué hubiera sucedido con la promoción del Flamenco si este arte singular hubiese nacido en Nimes o en Tokio o, incluso, en Barcelona, en vez de Jerez de la Frontera, Triana y los Puertos.

Muchas veces he pensado qué hubiera sucedido con la promoción del Flamenco si este arte singular hubiese nacido en Nimes o en Tokio o, incluso, en Barcelona, en vez de Jerez de la Frontera, Triana y los Puertos. Cuántos teatros, museos, conciertos, jornadas y estudios no se habrían realizado; con qué facilidad se hubieran organizado premios internacionales, producciones musicales, grabaciones, programas de televisión y cine; con cuánto tesón no se hubiesen volcado las instituciones públicas y privadas en promocionarlo hasta conseguir el lugar “que por derecho propio le corresponde entre las culturas del mundo”, como bien dijo siempre Paco Vallecillo, aquél payo enamorado del flamenco a quien tanto respeto mostraron siempre los artistas gitanos y quien me aconsejó, para mi instrucción filosófica, escuchar despacio una buena soleá.

No quiero imaginarlo porque este ejercicio de imaginar qué hubiera pasado si lo que no fue hubiera sido es un ejercicio que solo nos puede llevar a la melancolía. Ya dijo santa Teresa que la imaginación es “la loca de la casa”, así que haríamos bien en sujetarla con firmeza no suceda que creamos vivir en un mundo real siendo imaginario, como, en parte, les sucede a los quijotes. Sin embargo, la peor imaginación es la que se aplica al pasado. Un pasatiempo ciertamente improductivo y que, en ocasiones, procura tristeza.

Tuve la suerte de participar casi desde sus comienzos en el proyecto de la rehabilitación del palacio de Pemartín como sede de la extinta Fundación Andaluza de Flamenco. Fueron apenas los primeros tres años. Pero los recuerdo con el sentimiento del deber cumplido en la pequeña parte que me tocó desempeñar como técnico de dicha Fundación. Joaquín Carrera Moreno supo contagiar una pasión desmedida y una tenacidad portentosa a un grupo de responsables públicos para hacer realidad uno de los pocos proyectos singulares en nuestra ciudad, en el mundo de la cultura, que venía a satisfacer una antigua deuda que Jerez y Andalucía tenían con el flamenco. Y supo, él, cambiarles la mirada a muchos de ellos sobre este arte musical. Él mismo ha contado detalladamente hechos y nombres en un reciente artículo publicado en La Voz del Sur. Yo no voy a repetir lo que ya se ha dicho.

Pero sí quiero decir algo. No es verdad que a las Administraciones Públicas no hayan llegado proyectos serios para promocionar el arte flamenco. Sencillamente no es verdad. Incluso el proyecto original de la Fundación Andaluza de Flamenco no era solo crear el mayor centro de documentación sobre el flamenco (que esto sí se ha conseguido). Se apostaba, también, por iniciar una auténtica labor de promoción, formación y difusión, que pivotara sobre el palacio Pemartín, aprovechando, además (rara avis), el acuerdo conseguido entre el Ayuntamiento de Jerez, la Diputación de Cádiz y la Junta de Andalucía.

Porqué se dejó languidecer el proyecto original, es algo que desconozco. Tengo mi opinión, pero no podría demostrarla. Aunque no se puede decir que Jerez haya sido una ciudad especialmente favorecida por los gobiernos supralocales (Diputación, Junta y Gobierno Central). Por decirlo con suavidad. Así que de aquél ambicioso proyecto, el desgaste de los infinitos papeles administrativos, la indolencia de muchos y la animadversión de algunos otros, consiguieron reducirlo a un mero centro de documentación, recogido a regañadientes por los responsables de la Junta de Andalucía, salvo honrosas excepciones. El resultado final, su conversión como centro periférico de la Consejería de Cultura, no era, ni de lejos, el espíritu fundacional de los patronos. Y no me refiero a la rehabilitación del palacio Pemartín sino al hecho más grave de haber convertido paulatinamente el acuerdo fundacional en -casi- aguas de borrajas. Ahora, ni siquiera la localización del centro se quiere respetar.

Por otra parte, el arte en general y el flamenco en particular, ni entienden ni quieren entender de instituciones ni gobiernos. Es verdad. Así es y así debe ser. La creación se lleva mal con la pleitesía. Pero las instituciones y los gobiernos tienen que hacer su deber. Y los ciudadanos exigirlo. Y en este caso su deber es invertir en equipamientos, procurar difundir nuestro patrimonio cultural y facilitar la creación a los artistas, o, al menos, no dificultarla. Y, desde luego, ni mancillar ni humillar un símbolo que tanto esfuerzo logró conseguir. Es fácil de entender si no se es un asno o un analfabeto funcional. No vayamos a tener que entonar el verso flamenco de don Antonio Machado, en esta ocasión a propósito del enésimo error cultural en nuestra ciudad:

“Tengo, una pena, una pena,

Que bien pudiera decir

Que yo no tengo la pena

La pena me tiene a mí”.

Aunque las circunstancias personales no son relevantes en los esfuerzos colectivos, y este lo es, tengo que decir también que en pocas aventuras culturales me sentí tan útil y tan apasionadamente productivo. Pensaba que estaba ayudando a algo que, para decirlo de una vez, tenía sentido. Un proyecto coherente, necesario, justo. Y, por eso, el día que se abrió la puerta del palacio Pemartín a las autoridades patronos de la Fundación, me sentí alegre. Y, perdonad la inmodestia, desde ese día lo he sentido un poco como algo mío. Y, aún hoy, cuando cruzo por la plaza de san Juan y miro su fachada de ese color salmón, me siento feliz. Como cuando se lo enseñaba a mis hijos y ellos se sentían orgullosos de que yo hubiera colaborado -aunque fuera durante un periodo tan pequeño- en un proyecto tan importante: una casa palacio para el flamenco. Con el orgullo de mis hijos conseguí toda mi recompensa.

Despojar al mundo del flamenco de este emblema es una vejación sin ton ni son. Un desprecio a la voluntad de los promotores de la Fundación Andaluza de Flamenco. Y una afrenta a la cultura de nuestro pueblo. Solo la ignorancia puede atreverse a tanto.

Será un tiro al aire.

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Sebastián Rubiales

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