La película Zona de Interés (2023) del director británico Jonathan Glaze nos muestra la normalización del horror y nos habla de esa zona asignada para resaltar la desconexión que se produce entre el espanto del campo de concentración de Auschwitz y la vida agradable fuera de sus muros en hermosos chalets y parcelas donde la vida cotidiana y sus problemas nada tenían que ver para los funcionarios y sus familias salvo el lejano humo negro que lanzaba al aire la chimenea delatora de los hornos crematorios a pleno rendimiento.
La Zona de Interés se ha ido extendiendo estos últimos años con la enorme ayuda que han supuesto las redes sociales y los medios de comunicación entre otros soportes produciéndose a la vez una especie de borrado de la línea divisoria que separa la apacible vida veraniega y la crudeza producida en entornos cercanos o distantes. Ya da igual. La normalidad del horror la hemos incorporado a nuestra realidad, formando parte de la misma, previo proceso de banalización absoluta.
Es todo un símbolo de la llamada banalidad del mal y de la capacidad que tenemos como seres humanos, llegado el momento, para la negación y la normalización de atrocidades inimaginables. También está ayudando a ello, además de los soportes señalados, el nuevo lenguaje que viene imponiéndose desde hace ya unas décadas, en que los eufemismos están siendo esenciales para que con un simple cambio de palabras nos refiramos a viejos conceptos de siempre, como si fuesen nuevos pero más digeribles.
De esta forma van desapareciendo términos negativos que no interesan y se va incorporando una nueva terminología, siempre más positiva, aunque en el fondo estemos hablando de lo mismo. Benjamín Netanyahu nos decía hace unos días que "Gaza no se va a ocupar" sino que "va a ser controlada y a ponerla en manos de otras fuerzas neutrales". Del mismo modo se nos dice que la hambruna está matando a mucha población, incluida, lógicamente, la población infantil. Siempre se usó el término hambruna para referirnos a una de las consecuencias posibles de cualquier devastación natural como puede ser una sequía. En un genocidio la hambruna es consecuencia de usar el hambre como arma de guerra contra la población civil.
Al igual que el paro y la pobreza siguen existiendo aunque desde hace un tiempo usemos los términos desempleo y clase desfavorecida, respectivamente (y así decenas y decenas de nuevas palabras).
Está emergiendo, de esta manera, una especie de nuevo lenguaje que nos va conduciendo a un nuevo pensamiento. Distorsión pura y dura de la realidad para que al final no sepamos de qué estamos hablando, ni distingamos, como en la película, entre el horror y la vida cotidiana desarrollada ya en una Zona de Interés globalizada. Banalizando el mal se irá logrando que nos mostremos impasibles como sociedad en momentos presentes sin paréntesis y sin muros.
La incorporación de nuevas palabras para expresarnos conseguirán un nuevo pensamiento instalado en las mentiras. Aunque consideremos el lenguaje como un vehículo propio de expresión del pensamiento, es, también, y más ahora un vehículo de formación del propio pensamiento que va emergiendo. Y qué mejor para ello que el uso premeditado de mentiras y eufemismos por no hablar de propaganda, de ambigüedades, de verdades a medias, o de tecnicismos ininteligibles. Así una y mil veces. Repitiéndolos hasta empaparnos colectivamente para que de esta forma el nuevo pensamiento surgido se convierta en único.
Es verano y estamos en su cima. Alejados casi por igual de las últimas alboradas primaverales y de los primeros colores otoñales.
Sumergidos en una estación, entre paréntesis, que hasta hace poco tiempo venía a decirnos que esos paréntesis la situaban fuera de cobertura o en una estación cerrada por vacaciones. Al menos, aparentemente, era un período inerte y sosegado en comparación con la vida ajetreada y llena de obligaciones que siempre caracterizó al resto de meses del año.
Una estación de pasos lentos, de bullicio y colores marinos. Tiempo, también, de persianas echadas, de puertas cerradas y calles vacías. De silencios mudos de mediodías en tierra adentro, rotos si acaso por el canto de las chicharras.
De puestas de sol tardías y de amaneceres prestos. De charlas nocturnas, de encuentros y paseos placenteros. De viajes anhelados y, en ocasiones, largamente preparados. Es verano. Tiempo agradable de calles, de plazas, de patios, de terrazas y de playas. De olores a mar y de aromas nocturnos. De algarabías y músicas envolventes.
Aunque nunca fue así del todo, porque lo cierto es que esos paréntesis que nos recordaban a veranos cerrados por vacaciones, se han ido desdibujando sin apenas darnos cuenta, siendo a veces necesario parar y echar un trago de agua fresca que nos alivie un poco la sed provocada por tanta desvergüenza, por tanta desazón, por tanta miseria moral, por tanto hastío... como en este verano desnudo y canalla venido de otros momentos canallas y miserables.
Un verano sobrado de manipulaciones, de desahucios, de viviendas alocadas y fuera de control para quienes las necesitan como derecho reconocido de primera necesidad, de contratos tercermundistas, de derechos arrasados, de dineros públicos evaporados por sórdidos vericuetos, de una educación y sanidad maltrechas con sus rumbos permanentes e inalterables...
Todo ello fue anidando desde hace tiempo hasta ir adquiriendo el grado de normalidad y llegar así a este aparente verano también en proceso de normalización aunque ya trotando y a punto de cabalgar en una inmensa Zona de Interés que nos va permitiendo subsistir entre los tremendos retrocesos que supone lo anterior y la aceptación surgida del nuevo pensamiento que va fraguando poco a poco.
Este verano, ya agosteño, no deja de traernos soplos de preocupación y desasosiego ya sea en nuestro amplio patio de vecinos o en lugares más allá de nuestras fronteras.
Tengo la sensación de un verano raro, extraño. Lo inverosímil y lo irracional van tomando día a día el color de lo posible e incluso de lo probable. Algo está ocurriendo bajo nuestros pies porque aquello que hubiésemos considerado insólito hace nada de tiempo, ha acabado en los aledaños de la certidumbre, lo anormal va virando a creíble y lo extraordinario va tornando a rutinario.
El mercadeo de ideas y principios -que no el debate y el consenso- van ocupando lugares estratégicos, y la impunidad se va haciendo fuerte entre los escombros. Cuando se permite la impunidad, se envalentona, de diferentes maneras, quien goza de ella. Han bastado años, décadas, conductas, formas y estilos determinados... para que, de alguna manera, todo se haya ido normalizando formando parte de nuestra vida cotidiana sin el más mínimo problema.
Y Gaza... y Gaza...
Masacrada, sometida a un genocidio y casi desaparecida en un 90 por ciento si nos referimos a viviendas, infraestructuras y servicios, y que día a día se nos ha ido acoplando con su horror a nuestras vidas desde hace casi dos años, ya sin paréntesis.
GAZA, ese pequeño territorio bajo el dominio absoluto de Israel desde la guerra de los Seis Días en junio de 1967. Veinte veces más pequeño que nuestro territorio gaditano y, sin embargo, con el doble de habitantes. Una cárcel a la intemperie entre Egipto, Israel y el Mediterráneo. Por tanto, de muy difícil escapatoria.
El mundo civilizado (así nos autollamamos) asiste impasible al genocidio del pueblo palestino. Esta barbarie nos hace retroceder siglos como civilización. Debe ser enormemente complicado que desaparezca el odio generado y nutrido con tanta sangre inocente vertida durante décadas.
Durará, de nuevo, muchos años en la retina de todos los niños que sobrevivan y que están sintiendo hasta los huesos el frío aterrador de la bestialidad humana. No dejarán de preguntarse, una y otra vez, qué hicieron para ser sometidos al genocidio impune que están sufriendo con el despropósito, además, de nuestra inhibición como nación y como miembro de una UE que, entre otras cosas, se fue construyendo con el objetivo de ser garante de los derechos humanos.
Es inexplicable que la propia palabra genocidio siga generando en nuestros medios, tribunas, organismos y autoridades públicas, debates vacíos, cuestionando si lo que está ocurriendo es o no es un genocidio. Nos hablan de una tragedia humanitaria, de un conflicto político, de daños colaterales, de hambruna...
Podemos estar viendo un debate o leyendo u opinando si se trata o no de un genocidio y, a su vez, estar viendo fotografías o vídeos de esqueletos vivos con la boca abierta buscando comida. Esta es la banalidad del mal y la normalización que se viene produciendo. Tenemos otro ejemplo muy cercano de este terror con el que convivimos sin el mayor problema. El pasado 17 de Mayo en la ciudad de Basilea, se celebró el festival de Eurovisión. No se hizo nada para que Israel no participase. Fue la canción más votada por el público. Quedó en segundo lugar.
Esto es banalizar el terror. Esto es vivir en esa inmensa Zona de Interés junto a la barbarie absoluta normalizada.
Se hace muy difícil mantener el paso con el martilleo diario de una oligarquía financiera que ejerce su poder de una forma más global y coordinada y con un poder político cada vez más desdibujado y supeditado a un chantaje permanente.
Me resulta imposible digerir nada de lo que está pasando. Ni entenderlo. Ni asumirlo, basándome, para ello, en que es lo que hay y todavía podría ser peor. No. Necesito mantenerme en rescoldos vivos, si quiero pensar que los VALORES y DERECHOS siguen siendo imprescindibles en este mundo donde vivimos, además de posibles. Aún.
Nos decía el cantautor Lluís Llach en su poema Compañeros, no es esto:
"No era esto, compañeros, no era esto / por lo que murieron tantas flores/ por lo que lloramos tantos anhelos/. Quizás hay que ser valientes otra vez / y decir no, amigos míos, no es esto/. No es esto, compañeros, no es esto/; nos dirán que ahora hay que esperar/ Y esperamos, seguramente que esperamos/. Es la espera de los que no nos / detendremos hasta que no sea necesario decir: no es esto".
