Imagen de archivo de personas mayores una residencia.
Imagen de archivo de personas mayores una residencia.

Este es el aterrador dato: 19.485 personas han fallecido por Covid-19 en residencias. Es decir, el 71% del total de las personas fallecidas estaban en residencias. Los asilos, que eso es lo que son, se han convertido en esta pandemia en campos de exterminio porque de concentración ya lo eran (aquí). De cada diez personas muertas por coronavirus siete eran residentes en asilos. Cifras similares se repiten en países como Reino Unido o Francia e incluso en la bienestarista Suecia donde cada año un 25% de las personas mueren solas (aquí y aquí).

¿Cuáles son las causas de esta tremenda mortandad? Varias y todas concurrentes. Mala gestión, desatención, falta de profesionales sanitarios, desconexión con la atención primaria, precarización del personal, hacinamiento, malas condiciones de salubridad por no citar la supuestas órdenes de no hospitalizar a los residentes que no tenían seguro privado (aquí). Pero siendo ciertas y graves todas esas razones, que habrá que evaluar y detectar con precisión para que no vuelva a ocurrir, creemos que hay un mal de fondo mucho más estructural y severo: la condena a muerte civil que supone de facto y en cierta medida de iure, el internamiento de una persona en un geriátrico. La civiliter mortuus  es una institución  del derecho romano que suponía que un individuo perdía todos sus derechos civiles, lo cual comportaba de hecho la muerte social. A la entrada de los geriátricos debería verse el lema que Dante vio escrito en las puertas del infierno: “Abandonad toda esperanza.”

Lo que sabemos ahora es que  esta “muerte civil” encubierta es también un predictor robusto de la muerte biológica. La doctora Sandra Pinzón demostró en su tesis doctoral que las personas internadas en geriátricos tenían un 55% más probabilidades de morir que aquellos otros de igual estado de salud y edad que vivían en sus domicilios. La investigación abarcó a más 80.000 inscritos en el registro de la dependencia en Andalucía y es congruente con otros estudios internacionales (aquí). La insignificancia social mata en la desigualdad, el menoscabo de la autonomía, la segregación o en el aislamiento. Muchos de los ancianos y ancianas fallecidos por la Covid-19 estaban ya “muertos en vida” mucho antes de la aparición de la pandemia.

Desde el estudio Whitehall I y II conocemos que la insignificancia social reduce la esperanza de vida de forma drástica incrementando, mediante  el estrés crónico, la morbilidad y la mortalidad (aquí). En este mismo sentido, las investigaciones del neuroendocrino R. Sapolsky de la Universidad de Stanford han descrito los mecanismos neurofisiológicos por los cuales el estrés, que es una respuesta evolutiva de fuga y lucha ante mensajes amenazantes del ambiente, tiende a convertirse en crónico cuando la amenaza es constate y proviene del ambiente social institucionalizado en forma de discriminación, pérdida de autonomía o desigualdad (aquí). La muerte civil a la que se somete a una persona en virtud de la edad (edadismo) al internarla en un geriátrico es una forma extrema de  insignificancia social y por tanto incrementa los niveles de estrés crónico y la convierte en víctima propiciatoria para el primer virus que ronde sus vidas. Y si a ese estado de estrés crónico le añadimos que el virus es nuevo y no disponemos ni de memoria inmune ni vacuna, la tragedia está servida.

Hay una secuencia continua que une el abandono y la mala gestión de los geriátricos con el estrés crónico que este tipo de institucionalización de la vida supone; el edadismo. La misma institución del geriátrico como ciudad de los viejos es ya un gueto de exterminio con virus o sin virus. El geriátrico es el no lugar (en expresión afortunada del antropólogo frances Marc Auge)  para no personas (homo sacer) (aquí).

En estos días en que con razón recordamos indignados que el racismo sigue matando, buenos es que descubramos que en España el edadismo ha matado a miles de personas.

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