La voracidad del hombre lobo

La vida es Jauja, prosperidad y abundancia, según la RAE. Esto lo descubrieron los españoles cuando conquistaron Perú en el siglo XVI

'El cambista y su mujer', de Quentin Massys.
'El cambista y su mujer', de Quentin Massys.

A la Habana me voy / en un barco velero / dejaré de ser pobre / y me haré caballero”.

(Avaricia, Juan Eslava Galán)

“… aprende a tratar como caníbal a cualquiera que te pida ayuda”.

(Atlas Shrugged, Ayn Rand) *

La vida es Jauja, prosperidad y abundancia, según la RAE. Esto lo descubrieron los españoles cuando conquistaron Perú en el siglo XVI acompañados de una cancioncilla que decía: “Todos queremos más, todos queremos más, todos queremos más, y más, y más, y mucho más”. Hoy es la melodía que rige al mundo.

No contaremos esta historia con afán sensacionalista. Ha de quedar claro que el deseo de poseer cosas, muchas cosas, no solo plata, es común a todos los mortales, en cualquier profesión, sin distinción de sexos; salvo algunos hombres generosos, desprendidos, que valoran más las relaciones humanas. ¡Bobos!

De nuestro personaje de hoy no se tenían antecedentes familiares o escolares conocidos. Solo algún informe no oficial, no contrastado, de alguna psicóloga de Servicios Sociales que afirmaba que era disruptivo, agresivo, violento.

Dante Pina, que así se llamaba, poseía una cabeza ovalada de pelos erectos y claros, con la barbilla y el hocico extremadamente alargados; los ojos amarillos como si padeciera ictericia; dientes caninos puntiagudos y acentuado sentido del olfato; tenía de nacimiento seis dedos en el pie izquierdo. Para expresar agresividad se erguía sobre sus pies e hinchaba el pecho, se le erizaba aún más el pelaje y mostraba los dientes, emitiendo gruñidos en señal de enfado, amenaza o ataque. No hacía falta un programa de identificación facial para observar un parecido entre el rostro de Dante y algún animal canino.

De adolescente, con quince años, organizó con un grupo de colegas un intento de robo mediante butrón en un banco, equivocándose de pared e irrumpiendo en una pizzería. Este atraco fracasó abortado por la policía que lo condujo a un Centro de Menores, de donde salió a los dieciocho años.

Comenzó a trabajar de albañil y se inscribió en la Escuela Taurina. Y aunque nunca llegó a tomar la alternativa, se hizo amigo de un torero de arte de la zona, del que acabó siendo apoderado durante algún tiempo, lo que le permitió ganar buenos dividendos. Y se dio cuenta de que mejor que el arte, era su parte: Solo sabía contar números, billetes; y se reía de los artistas, y de los poetas, y de los filósofos. Se presentaba como una persona elegante y engreída hasta que empezaba a escupir por su boca groserías y blasfemias cuando algo se le torcía.

Con veinticuatro años se hizo contratista de obras. Consiguió la autorización de la Junta Consultiva de Contratación Administrativa, del Ministerio de Economía y Hacienda. Ganó varios concursos públicos de acuerdo con arquitectos que elaboraban el Proyecto de Obras señalando los precios de los distintos trabajos, el tiempo de ejecución, los criterios de supervisión y calidad, las formas de pago y demás condiciones de trabajo. Al principio, amaba su oficio como un medio para vivir; más tarde, se convirtió en un fin exclusivo del que acabó siendo prisionero. Cuando se acostaba trataba de convocar a la riqueza con la mente: Soñaba que le tocaba la lotería o los cupones, que le llegaba una herencia de algún inexistente tío lejano. La ambición le corría por las venas.

Se casó con María del Tránsito a los veintiséis años, habiendo construido su vivienda con las propias manos, ladrillo a ladrillo. Mientras trabajaba, en el caletre, solo tenía un sonsonete que le impedía pensar en cualquier otra cosa; un pensamiento único, excluyente: acumular pasta. Veía la vida por el ojo de una cerradura, espiando siempre cómo se movían los capitales. Con tanto número en la cabeza, los sentimientos le estorbaban; aunque siempre fue hosco y huraño, se iba olvidando de amar, de querer.

Se iba instalando en él una fobia al compromiso. En ocasiones se mostraba cariñoso, pero gustaba de aislarse con frecuencia en su soledad o en los bares, y entonces trataba a su mujer como si fuera una intrusa en la casa. A sus hijos los maltrataba con extrema violencia, volcando en ellos su insatisfacción laboral, económica. Con Tati, que así llamaban las vecinas a su mujer, era miserable hasta la mezquindad: ni un café, ni una cerveza, ni una comida con amigos. Gastar le disgustaba. Tacañería.

Coincidió su treinta y ocho cumpleaños con el inicio de la época de bonanza y expansión de la construcción. Y decidió irse a Marbella, afectado por la fiebre del ladrillo, la “fiebre del oro”. Y así lo hizo. Con una consigna reiterativa que le ofuscaba la mente: “Mejor ser un lobo muerto que un perro vivo”.

Tati se sintió insegura, abandonada, con una pesadumbre insoportable; con una rabia penetrante que la volvió loca, endemoniada. ¿Qué le he hecho? ¿Le parece poco tener un hogar? ¿Acaso no le gusto? ¿Tendrá otra? La idea de que hubiera otra le hería el corazón. Y la atrapó una de las peores enfermedades del alma humana: la desolación perenne, la desesperanza negra, la tristeza honda.

El mismo día que se marchó a Marbella, ella lo dio por desaparecido, por muerto. Y se juró a sí misma guardar luto riguroso de por vida, con un único vestido negro de una sola pieza con mangas cortas, incluso en invierno. Y su ánimo decayó hasta tal punto que las noches eran un duermevela sin reposo. Tati seguía atendiendo solícita y eficazmente a sus hijos, pero vivía como ausente, catatónica. En poco tiempo envejeció. Se mostraba como una señora de edad indescifrable, con el pelo escaso y cano, las carnes flácidas, peleando por mantener el rumbo de un navío desnortado y demasiado numeroso.

Dante se instaló en una vivienda marbellí y se asoció con un arquitecto de la zona con el que había hecho anteriormente trabajos ocasionales en la Costa del Sol. Empezaron por unas Viviendas de Protección Oficial que ganaron en Concurso gracias a las amistades y contactos del arquitecto, al Concejal de Urbanismo y al Alcalde. Y detrás vinieron otras muchas promociones de titularidad privada. Y así, tacita a tacita, ganó tanto que las cifras del balance de resultados aseguraban que el negocio iba viento en popa.

Y fue ampliando sus propiedades con la compra de varios chalecitos, donde se rodeó de un harén de bellezas ocasionales, hasta que conoció a Bárbara que lo sedujo y se fue a vivir con él. Una mujer de pelo estropajoso a la que pasaba una retribución mensual. Era, igual que Dante, una Diógenes de la sociedad moderna. Es verdad que no vivía en una tinaja ni vagabundeaba por las calles, pero almacenaba y acumulaba todo lo que pasaba por sus manos; su hogar era una leonera, un paisaje en ruinas: coleccionaba en una fiambrera las migas de pan que quedaban encima de la encimera, tickets de compra de verduras de hacía quince años, ocho pares de zapatillas viejas en el lavadero, cientos de extractos grapados referidos a la Construcción del Boletín Oficial del Estado amontonados en los rincones…

Él era asustadizo, hipocondríaco; la presión lo aturdía; se escondía tras los ansiolíticos que le recetaba un médico que desconocía que los mezclara con cocaína. Sin embargo, cuando se reunía con los arquitectos, los empresarios o los políticos, iba pulcramente vestido. Se mostraba muy seguro, firme, incluso jocoso, divertido. Era de misa dominical; de dádiva en el cepillo de la parroquia para que el Señor lo librara de las penas del purgatorio o de la chamusquina del infierno después de la muerte. Rogaba a Dios que sus negocios florecieran.

No dudaba en atravesar la línea roja que marcaba la Ley, eludiendo en lo que podía la mordida de Hacienda. Gestionaba con su abogado la manera de llevar el capital a algún paraíso fiscal. Se decía a sí mismo: “El tiempo es oro. El dinero abre las puertas; sin dinero la vida es un muro de hormigón”. Y corría, corría y corría de una obra a otra, sin descanso ni vacaciones. Su meta: Convertirse en un grande de España: vía nobleza, vía numerario del Opus, vía diputado de algún partido conservador.

Solía mandar por Navidad una postal a Tati y a sus hijos. Mensualmente les mandaba una miserable cantidad de dinero que mantenía tiesa la nevera. Una vez cada año y medio se dejaba caer por la casa un sábado a media mañana. Sus hijos se precipitaban como ratas debajo de los sofás, de las camas, en los armarios; tal era el miedo que tenían a que ejercitara la vieja costumbre de darles tundas y palizas a las primeras de cambio. Tati le ponía la comida y, sin mirarlo ni cruzar palabra, esperaba deseosa que se marchara pronto; cosa que el hacía después de dormir una prolongada siesta.

Al llegar de nuevo a Marbella vio en lo alto de una mesa camilla cómo se alzaba un castillo de camisas y camisetas, de pantalones y sábanas, esperando eternamente a ser planchados. Llegó un día en que en la casa no había aceite ni para aliñar una ensalada. Bárbara tenía un cuenco de su abuelo para comer y beber, aunque las lentejas le gustaba saborearlas en un trozo de pan. Solo les faltaba guardar los escupitajos que lanzaban con frecuencia al suelo de mármol. Tal era la pocilga en que habitaban, acompañados de un perro callejero flaco y pulgoso. No eran pobres, pero habían hecho de la acumulación y el desorden un “modus vivendi”.

Pasó un tiempo y llegaron los momentos malos. Una profunda crisis inmobiliaria asoló el país. En algunas de sus empresas el volumen de ingresos era inferior al de las deudas y tuvo que declararse en suspensión de pagos. Los salarios bajaron y los sindicalistas aguafiestas exigían cada vez mejoras salariales. Y Dante dando alaridos gritaba a los cuatro vientos: “¿Qué quieren, quedarse con la empresa? ¡Menos democracia y más mercado libre! ¡Más ayudas del Estado y menos intervención del gobierno!”. Y fue perdiendo la capacidad de sonreír. Sí, ahora reía, pero era una risa estruendosa casi siempre asociada al alcohol o al desprecio de los hombres; una risa ruidosa que salía a borbotones de la angustia que lo invadía. No era una sonrisa suave y amorosa.

Una tarde, decayendo ya el sol, entró en un bar de copas lúgubre y sombrío. En un rincón, sentado a una mesa baja y redonda, había un hombre harapiento y feo como él solo, que tomaba Möet Chandon. Dante se rio de manera escandalosa. El hombre que se sintió insultado, se levantó y le lanzó un crochet de izquierda que le reventó la nariz.

Llegó a su casa descompuesto, devorado por el diablo, emitiendo extraños sonidos al aire, temblando de pies a cabeza. Bárbara le sirvió una copa de ginebra a palo seco y le extendió en la mesa una raya de “oro blanco”. El estrés, la ambición desmedida, la codicia infinita, el alcohol, la cocaína… Y en un suspiro quedó desmayado, sin aliento; y a los pocos segundos, exánime, sin vida.  Se murió con cincuenta y tres años. Solo le llegó una corona de rosas negras de María del Tránsito para depositarla encima del ataúd. Los enterradores comentaron entre ellos que este hombre era el más rico del cementerio.

 

 “La riqueza se parece al agua del mar: cuanto más se bebe de ella, más sediento se está; y otro tanto vale para la fama”.

                                   (Aforismos sobre el arte de vivir, Schopenhauer)

 

“Atesorar unas botellas del burdeos favorito hasta que se agria no es una política inteligente, ¡y mucho menos hacerlo con una bodega entera: toda una existencia!”

                            (En defensa de los ociosos, Stevenson)

 

* Ayn Rand, fundadora del Objectivist Movement, punto de referencia de la nueva derecha americana)

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