No importa si le ocurre a una chica demasiado joven. Tampoco si le pasa a una actriz que nunca dijo una palabra más alta que otra, a algún niño que tuvo mala suerte o a un monologuista que habla con el corazón en la mano. No importa si le pasa a alguien que se ahogó por rescatar a su mejor amiga, a un orador controvertido o a un tipo que, tan solo, estuvo en el lugar menos indicado. No importa si uno va de buenas, si nunca quiso meterse en un charco o si solo pasaba por allí. Al final en las redes sociales siempre habrá personas escondidas bajo el anonimato para decirles una barbaridad, para no tener compasión con ellos y rematarlas con el estoque de las palabras necias.
Me llama la atención esa crueldad innecesaria porque cuesta más trabajo llevarla a cabo que no hacerlo. Cuando uno ve la noticia desgraciada, resultaría más sencillo seguir pasando la pantalla, por mucho que la pena quede lejos de él. Pero hay quien se detiene y dedica su tiempo a estudiar la frase más hiriente, escribirla y pulsar el botón de publicar. Con lo fácil que hubiese sido pasar de largo, con lo elegante que hubiera quedado libre de ese exabrupto. Supongo que, sencillamente, no lo pueden evitar.
Entonces pienso quién habrá detrás de ese perfil, quién será esa persona que goza manoseando el dolor ajeno. Y me cuesta imaginarlo, porque en la calle no veo que la gente sea así. La gente con la que me cruzo, en general, es bastante amable. Me saluda cuando nos encontramos, me sujeta la puerta al pasar, me pregunta qué tal me van las cosas.
Charlamos un buen rato, compartimos una cerveza al sol del mediodía y, si debatimos, lo hacemos con respeto y tolerancia. Entonces, ¿quiénes son aquellos que hacen de la crueldad su modo de expresión? No tengo ni idea. No creo que mi vecino, aquel que me aguanta la puerta del ascensor, sea capaz de subir a casa y burlarse de la muerte de alguien, pero igual es él. Tampoco pienso que ese tipo despiadado sea en realidad mi amigo o que el que se pasa tres pueblos sea de mi propia familia. Pero tal vez lo sean, porque están aquí y viven entre nosotros.
Creo que el anonimato y la distancia nos envalentonan. Pasa algo parecido, aunque en menor grado, con los conductores. Las pocas veces que me han insultado o me han sacado el dedo han sido automovilistas desquiciados. Entonces pienso que el hecho de que no sepamos de quién se trata y de que nos perdamos entre el tráfico ayudan en esas muestras de valentía, que en realidad no es más que ejemplo de la cobardía más ruinosa.
A veces creo que lo mejor sería cerrar mi cuenta y quedarme con la cara de la sociedad que me gusta. Aquella que es solidaria y pacífica, la que me muestra la calle. Pero me apena, porque también en las redes se encuentran personas que son de fiar. Y entonces recuerdo a aquellos buscadores de oro norteamericanos y pienso que podrían ser un buen ejemplo a seguir: ignora las piedras, devuélvelas al río como si nunca las hubieras visto y guárdate en el bolsillo, a buen recaudo, la amistad de las pepitas doradas.
