Música cofrade en las aulas: dejémonos de complejos

Álvaro Romero Bernal.

Álvaro Romero Bernal es periodista con 25 años de experiencia, doctor en Periodismo por la Universidad de Sevilla, escritor y profesor de Literatura. Ha sido una de las firmas destacadas, como columnista y reportero de 'El Correo de Andalucía' después de pasar por las principales cabeceras de Publicaciones del Sur. Escritor de una decena de libros de todos los géneros, entre los que destaca su ensayo dedicado a Joaquín Romero Murube, ha destacado en la novela, después de que quedara finalista del III Premio Vuela la Cometa con El resplandor de las mariposas (Ediciones en Huida, 2018). 

Un Miércoles Santo en Jerez.
Un Miércoles Santo en Jerez. Candela Núñez

Por una recomendación de la Junta de Andalucía para que se pueda estudiar esta semana la música cofrade en las aulas andaluzas, andan rasgándose las vestiduras quienes todo lo ven con el color del cristal que le han mandado, porque siempre es más cómodo preparar el discurso con las gafas alquiladas que quitártelas y mirar las cosas con tus propios ojos. Enseguida se ha tomado la sugerencia institucional como una infiltración religiosa en la educación pública, como si la religión católica no estuviese ya bien instalada en la educación pública sin que ninguno de los que tanto protestan ahora les exija nada a sus amigos cuando gobiernan.

Una pregunta antes de seguir: ¿esta polémica la tendríamos si se tratara de la música andalusí o la música típica de los Balcanes, por poner dos ejemplos al azar? Me parece que no. Y estudiar la música de nuestro período andalusí conllevaría connotaciones religiosas del islam, por supuesto, porque la música –las músicas- es un repositorio cultural del aire que se respira en cada momento histórico. Aprender música o literatura de cualquier época y lugar es aprender a contextualizar con los valores filosóficos o religiosos que correspondan. Y no pasa nada. Eso es aprender. 

Pero me parece que, en este asunto de la música de Semana Santa, los que tienen siempre el cartucho preparado contra la derecha han disparatado sin pararse a pensar, con el solo argumento de que enseñar música cofrade en las aulas, o invitar a escucharla simplemente y aprender sobre sus compositores, estilos o géneros es una manera de meter la religión de manera ilegítima. Se equivocan, porque la religión ya bulle en las aulas a diario, especialmente la religión católica, por supuesto, y tantas veces de la peor manera posible, es decir, no haciendo que el alumnado aprenda sobre el hecho religioso, que sería interesantísimo, o buceando en la historia de (todas) las religiones, lo cual sería muy provechoso, o reflexionando sobre las relaciones entre la religión cristiana y el arte, que ampliaría el horizonte cultural de nuestros chicos y chicas de una manera exponencial gracias a las múltiples intertextualidades que encontrarían para comenzar a leer más fructíferamente textos de toda naturaleza, sino usando esas horas de clase, tan infructuosamente, como catequesis que los verdaderamente interesados bien podrían encontrar en sus parroquias. Pero entonces empezaríamos a hablar de educación y no de otros intereses. 

A quienes les duele tanto la educación pública –y quiero suponer que su eficiencia- debería preocuparles mucho más esta realidad cotidiana y enquistada gobierne quien gobierne que el hecho de que esta próxima semana, cercana a una de las fiestas más representativas de nuestra tierra, haya algún profesor de Música o de lo que sea que enseñe a la muchachada algo práctico sobre uno de los ingredientes más emblemáticos de la misma. La Semana Santa, una manifestación cultural sin parangón en Andalucía y especialmente en nuestro Sur occidental que tiene tanto de religioso como de profano, no se entendería sin la banda sonora que le han procurado auténticos creadores de la tierra como el sevillano Manuel Font de Anta (el compositor de Amarguras), a quien asesinaron los republicanos en plena guerra incivil porque sospechaban de su hijo, un presunto falangista, y como no dieron con él prefirieron llevarse por delante al padre, en uno de tantos gestos de ceguera como los españoles se vieron envueltos en aquellos meses para los que no sirve el maniqueísmo. También los otros asesinaron a García Lorca; y a José María Hinojosa, los unos. En fin. Que puestos a estudiar Historia, también habría mucha tela que cortar para aclarar la miopía a la que la violencia suele someternos en todas las épocas. 

Pero la cosa va de música. Y resulta que algunas de las composiciones musicales más interesantes –por complejidad de pentagrama, por diversidad instrumental, por emotividad popular y por trascendencia cultural- se las debemos a artistas contemporáneos como el jiennense Pedro Morales o el onubense Abel Moreno, por poner dos ejemplos tan significativos. Resulta que nuestro alumnado puede estudiar hoy en clase a cualquier músico de Haití o de la Conchinchina, porque encierran en sus obras la quintaesencia de sus etnias o maneras de mirar el mundo pero nos acomplejamos si citamos a Juan José Puntas, a Manuel Marvizón o a Bienvenido Puelles. 

Tendríamos que dilucidar hasta qué punto la labor de las bandas de música, de las agrupaciones musicales y de las bandas de cornetas y tambores ha liberado de lo peor de la calle a nuestra juventud, y cómo han ejercido tan dignamente su función de cohesión social en nuestros barrios. Pero no nos querremos dar cuenta de nada de ello hasta que no nos lo cuente un estudio de los americanos, que son los que entienden. 

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