Lukebakio, tras acabar el partido del Sevilla FC contra el Celta.
Lukebakio, tras acabar el partido del Sevilla FC contra el Celta.

El Sevilla Fútbol Club vuelve a hacer historia. Pero de la mala. Una nueva derrota lo arrastra al borde del abismo, con un pie —y medio— en Segunda División. Para mayor vergüenza, llegó en Balaídos, jugando toda la segunda parte con un hombre más ante un Celta con casta y coraje. Quién lo diría. Pues ni por esas.

El club, otrora respetado y temido en Europa, hoy camina a tientas entre la mediocridad deportiva y la irresponsabilidad institucional. La grada, harta, estalla. Y aunque debe rechazarse con firmeza cualquier forma de violencia, también conviene alzar la voz contra los verdaderos culpables de esta decadencia: los que dirigen el club desde los despachos, los que juegan con los sentimientos de miles de sevillistas mientras negocian la venta de un escudo como si fuera un solar en Los Remedios.

Desde su resurgir griego en El Pireo, José Luis Mendilibar —primer entrenador víctima del dúo Castro-Junior en esta etapa bochornosa y, paradójicamente, el más exitoso— probablemente observe todo esto con una carcajada amarga. Se lo cargaron poco después de alzar la Europa League, porque allí las decisiones no se toman por méritos, sino por conveniencias y cuotas de poder. Mendilibar no tenía padrinos. Los que sí los tienen son los que ahora pilotan ese barco a la deriva.

Y ahí está el Consejo de Administración, parapetado tras cifras, despachos y ruedas de prensa vacías, mientras el equipo se desangra en el campo. Del Nido Carrasco, ese sepulturero de la esperanza sevillista, sigue empecinado en su cruzada personal. A este paso, no sólo enterrará al club en la tabla, sino también su credibilidad como gestor. Su sitio, probablemente, esté más cerca de los servicios funerarios de la SE-30 que del palco del Sánchez-Pizjuán.

Y no debe confundirse nadie: esta crisis no es sólo deportiva. Es estructural. Es moral. Es consecuencia de años de ambición desmedida, de familias enfrentadas por el botín, de fichajes ruinosos como los de Víctor Orta, el director deportivo más inoperante que ha pisado Nervión. Un club que ni siquiera tiene para fichar en enero es una caricatura de lo que fue.

La afición, fiel e inquebrantable, vuelve a ser el único motor de dignidad. Pero su paciencia tiene límites. Porque ni pancartas, ni papelitos amarillos, ni rodear el estadio sirven cuando la cúpula se aferra al sillón como náufragos a la balsa. Tampoco la violencia, ojo. Jamás. Y mientras tanto, los jugadores —con sus nóminas millonarias aseguradas— aguantan el chaparrón con profesional distancia. Que ruede la cabeza del entrenador de turno, que la culpa siempre será del que menos cobra.

Y en medio de este circo, aparece un nombre que duele escribir: Joaquín Caparrós. El abuelo del sevillismo. El hombre que devolvió la fe en otras etapas oscuras. ¿Por qué, Joaquín? ¿Por qué prestarte a esta mascarada? Desde su tranquilidad en Cuenca debió haber dicho no. Porque sus dos etapas anteriores fueron salvavidas; esta, en cambio, puede ser el remate. Subirse a un barco que ya tenía al enterrador con el nicho reservado no es de sabios, sino de ciegos voluntarios.

La tercera vía, esa alternativa tantas veces mencionada de los Lappi, Monchi, Quintero y nunca concretada, ya no es una opción romántica. Es una necesidad urgente para evitar que el Sevilla FC, uno de los clubes más laureados de la historia reciente del fútbol español, se descomponga del todo. El próximo martes puede ser tarde. El club no necesita más parcheos, más vendettas ni más experimentos con el escudo. Necesita dignidad, proyecto y futuro.

Pero, sobre todo, necesita que quienes lo han usado como moneda de cambio, como pasatiempo hereditario, como herramienta de poder y lucro, den un paso atrás. Porque el pescadito en blanco puede aliviar una indigestión, pero no resucita a un muerto.

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