Verde omeya en el febrero largo

Antonia Nogales

Periodista & docente. Enseño en Universidad de Zaragoza. Doctora por la Universidad de Sevilla. Presido Laboratorio de Estudios en Comunicación de la Universidad de Sevilla. Investigo en Grupo de Investigación en Comunicación e Información Digital de la Universidad de Zaragoza.

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Uno más. Cada cuatro años, el calendario nos premia con un puñado de horas extra. Se le ocurrió al emperador Julio César. La cosa depende, según los doctos, del movimiento de la Tierra alrededor del Sol. Resulta que nuestro planeta rota algo más de 365 veces durante una órbita completa alrededor del astro solar. Como sucede en las grandes hecatombes económicas o en la dificultad extrema que entraña a veces dividir la cuenta de la cena entre colegas, los decimales tienen la culpa de todo. Debido a este movimiento terrestre, los años actualmente tienen 365 días, 5 horas, 49 minutos y 12 segundos. De ahí que cuando nos hemos tomado las uvas tres veces, la cuarta venga con un plus de casi 24 horas. Pese a este ajuste todavía se acumula un desfase de unos segundos, pero tendrán que pasar tres siglos y pico para que acumulemos un día de error. Por el momento, vamos tirando con el apaño sofisticado de estirar febrero.

Se llama Alejandro. Hace apenas unos días, vio la luz por vez primera. Sus ojos se abrieron al mundo el pasado lunes. Quiso la fortuna o el infortunio que esto ocurriera un 29 de febrero. Nació en Granada. Apenas unas horas antes, su comunidad entera estaba de fiesta. El último de febrero —con permiso de los bisiestos— conmemora el día de la celebración del referéndum sobre la iniciativa del proceso autonómico de Andalucía del año 1980. Desde entonces, esta tierra festeja su personalidad propia y su diferencia bajo el sol —a veces esquivo— de febrero. Se calcula que cerca de cinco millones de personas han nacido el mismo día que Alejandro, unas 32.000 mil en España y algo más de 5.600 solo en Andalucía. Son, qué duda cabe, unos seres especiales. Su cumpleaños real llega cada cuatro años y, en el caso de los andaluces, este le toma el relevo a otro día de aniversario. Todo un doblete de jolgorio sureño.

Qué complejo es esto de la órbita planetaria. Fíjense: para que un año sea bisiesto no debe ser múltiplo de 100, salvo si a pesar de serlo, también es divisible por 400, como el año 2000. Parece ser que si no añadiéramos un día completo cada cuatro años, las estaciones acabarían estando descompasadas con respecto al calendario que tenemos. ¡Qué de cosas rotarían! Así, después de unas siete centurias, en el hemisferio norte nos comeríamos los polvorones en mitad del verano. No imagino lo complicado que debe ser mantener intacto el chocolate del turrón bajo el calor de agosto, o soportar la cara de espanto del dominguero al ofrecerle un alfajor como aperitivo para acompañar la caña del chiringuito. ¡Ave, Julio César! ¡Los que van a rotar, te saludan!

Ondeando la luz de esas banderas, cada cuatro años nace un febrero largo

Alejandro hablará andaluz. Casi de seguro, abrirá un poco las vocales y prescindirá de las “s” finales. Su voz sonará algo cantarina y es más probable que su mirada corresponda a un color oscuro. Pasará en Sierra Nevada más de un día de su cumpleaños y preferirá las playas de Cádiz cuando apriete el calor. Aprenderá el himno de su tierra en el colegio y lo cantará allí una vez al año. Pintará sus mofletes de niño con dos rayas verdes — del verde de los Omeyas— y una blanca —como la del Imperio Almohade— entre ellas. Desayunará pan con aceite, aunque este rivalice estoicamente con la bollería industrial y las galletas de dinosaurios. Alejandro es parte de un pueblo que espera volver a ser lo que fue, o lo que quizás soñó ser. Un pueblo de olivares y montañas nevadas, el lugar en el que se abrazan un mar y un océano, una tierra tan propia que hasta los ingleses tienen un pedazo.

Andalucía por sí, para España y la Humanidad. Así reza una bandera. Así está grabado en oro el pedestal de dos leones. Sobre el verde omeya del campo y la esperanza, sobre el blanco puro que es a la vez mestizamente mezcla de todo color. Ondeando la luz de esas banderas, cada cuatro años nace un febrero largo. Un mes fugaz y colorido que se marcha a veces un poco más tarde viendo nacer a los dichosos. A aquellos que, por voluntad de Gea, tienen el secreto de la eterna juventud.

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