Una matria libre

El 11 de noviembre no habrá un grupo propio andaluz en Madrid que muerda como un perro rabioso las manos liberales que desde la meseta nos estrujan el pescuezo.

Un simpatizante de Adelante Andalucía, durante un mitin celebrado en Jerez. FOTO: MANU GARCÍA
Un simpatizante de Adelante Andalucía, durante un mitin celebrado en Jerez. FOTO: MANU GARCÍA

Yo no pongo pulseras en mis muñecas ni banderas en mis ventanas. No tengo himno con el que levantarme cada mañana, tampoco me importan demasiado las fechas típicas. Abro el grifo de agua y sale agua, como en otros muchos lugares del mundo. También son explotadas en mi barrio las mujeres más pobres de la zona, de nuevo, como en otros muchos lugares del mundo. No comprendo las proclamas vacías que hablan de países extraños que, parece, no habito ni transito. No me gustan los desfiles, detesto las efemérides. Si tuviera que ser soldado e izar una bandera una mañana en lo alto de una colina y proclamar “esta tierra es nuestra de mi patria verdadera” casi preferiría cortarme un brazo antes que hacerlo.

Pero resulta qué.

Por vivir donde vivo y caminar las calles que camino y charlar con la gente con la que charlo en el idioma en el que lo hacemos, sí, somos un poco menos ‘dignas de’ o un poco más detestadas. Resulta que los parias de la tierra están en todo el mundo, pero en demasiadas ocasiones son las fronteras las que delimitan cuanta es la pobreza que sufres o cuanto valen las heridas de tus manos. Resulta que, sí, es cierto, el mundo globalizado no ha terminado por diluir la pobreza, las injusticias, las barbaridades que se pueden cometer en un determinado lugar sí y en otro determinado lugar no.

Entonces, claro, todo cobra sentido. Veo las opresiones de muchas formas y casi todas se atraviesan entre sí una y mil veces dando vueltas, porque no hay nada más transversal que sufrir los sistemas que nos aterrorizan, nos humillan y nos ultrajan de diferentes mane-ras, entremezclados y unidos, al unísono, para golpear a los humildes del mundo de muchísimas formas y todas parecidas a la vez.

Entonces, entre tanto barullo, veo una luz blanca y unas hojas verdes, y un insulto por cateto, y salarios miserables por no estar situadas más al norte y un dolor en el alma por los que nos mataron, entre tanta herida y tanta pesadilla. Entonces, entre ya demasiado barullo, suenan las campanas en la iglesia de mi barrio y los rezos musulmanes en la calle de enfrente y los profanos insultos de los ateos por cada esquina. Y todo cobra sentido.

Y nos tenemos que poner pulseras en las muñecas y sacar a pasear las banderas a las ventanas y balcones, junto a los geranios y las flores amarillas. Y hay que entonar el himno, por mucho que a veces nos suene un poco a antiguo. Y recordar las fechas por diciembre. Y ver nuestros campos secos y llorar también en seco de la pena. Y ver a las mujeres pobres de mi calle, hayan nacido donde hayan nacido, y saludarlas en nuestra lengua y abrazarlas con nuestra calidez tan específica. Y algunas proclamas cobran sentido: pan, trabajo, tierra, libertad, dignidad, igualdad.

Y sí, si tuviera que coger un arma vacua con mis manos e izar la bandera andaluza en Sierra Morena y proclamar algún tipo de independencia, lo haría con orgullo. Y no me dolerían los brazos de levantar el mástil. Y casi desfilaríamos como desfilamos en Andalucía, saludando a cada paso, regalando besos, con un poco del desorden revolucionario que nos apasiona, vistiendo lunares y sandalias.

El 11 de noviembre no habrá un grupo propio andaluz en Madrid que muerda como un perro rabioso las manos liberales que desde la meseta nos estrujan el pescuezo. Pero sí habrá, entonces y ahora, un ejército sin pistolas de mujeres y hombres libres preparados para casi todo. Menos para saltarse la hora de la siesta y el puchero de los domingos.

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