Por más que lo intento, no me adapto a la vida del gimnasio, y cuanto más público aparece más fuera me siento de mi hábitat natural.
Cuando salí a la calle ya era invierno, el verano se fue sin previo aviso. Llegó septiembre, devorando los días. Se terminó la tregua y volvieron los niños al colegio y el pobre profesor a sus batallas. Los kioscos se llenaron de colecciones por fascículos y los gimnasios de arrepentidos amantes del buen comer que, en vacaciones, dieron rienda suelta a sus instintos.
Desde primera hora, ya no cabe un alfiler en el parking del gimnasio. Como si regalasen algo, los clientes se amontonan en la cola de recepción y las salas de máquinas, que parecían desiertas no hace mucho, rebosan de vibrante actividad.
Con poca motivación, me subo a la elíptica y comienzo a pedalear muy lentamente. En vez de subirme la moral, la entrega desmedida de tanto deportista de ocasión, me roba la energía. Cansado de tanta agobio, decido probar suerte en la sala de pesas. El panorama es parecido. La gente se entrega, sin descanso, a la labor de cincelar sus cuerpos.
Por más que lo intento, no me adapto a la vida del gimnasio, y cuanto más público aparece más fuera me siento de mi hábitat natural. Hago una serie más y, en cada expiración, pienso que estoy perdiendo el tiempo, que debería estar haciendo algo productivo. Soy consciente de la sana costumbre del ejercicio, pero nunca he tenido la férrea voluntad de quienes suman cada día un poco más de peso a sus músculos de acero. Será porque nunca he encontrado indispensable la apariencia.
Siempre he pensado que ese gusto enfermizo por ganar masa muscular viene dado por la necesidad de llenar algún vacío emocional. Por buscar solución a algún complejo o acallar, a base de repeticiones, algún que otro conflicto interno.
Por otro lado, no creo que ningún culturista, de esos que gastan los espejos con miradas de aprobación, vaya a ponerse a escribir ningún soneto. Es como si el músculo fuese a tapar las carencias del alma. Como si en cada gota de sudor se expulsase un trauma, una preocupación, un dolor insufrible… Supongo que el esfuerzo es al deportista lo que a la sensibilidad es la poesía.
Luego en la calle se hablará del interior, de la belleza oculta de las cosas, de que el físico no es lo importante, del atractivo de lo espiritual. Se dirán mil cosas, pero las miradas no serán para el poeta, sino para el torso marmóreo del David de Miguel Ángel.
Por eso intento dejar la mente en blanco y acabar la tercera serie de diez. Apretando los dientes, subo el peso de los discos. Me centro en completar el ejercicio, forzando un poco más la maquinaria, porque al fin y al cabo todos, tanto el poeta como el culturista, por fuera o por dentro, estamos llenos de vacío.
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