Parece que nos tomamos muy en serio. Por eso nos molestan las críticas, los agravios, los comentarios con retintín. Ello contrasta con el hecho empírico de que hasta el más presuntuoso es capaz de reírse de sí mismo en fechas señaladas. Hasta el académico más pedante reconoce, si le pillas de buen humor, que solo sabe que no sabe nada y que ni siquiera eso lo sabe con certeza. Reírnos de nosotros mismos es lo que nos diferencia de los animales, y todo ser humano es sospechoso, por su bien, de haberlo hecho alguna vez.
¿Qué es entonces lo que nos molesta de aquellas actitudes que pretenden minar esa magnífica imagen que tenemos de nosotros mismos? ¿Que no estamos plenamente convencidos de ello y aspiramos a borrar cualquier prueba en contra? Ello sería incompatible con los momentos de lúcida ironía que referíamos. ¿Por qué podemos decirnos tranquilamente, en la soledad de nuestro cuarto o frente al espejo del lavabo, que somos unos papanatas, pero nos agita oírselo a terceros?
Pues porque lo que nos molesta no es el contenido de la injuria sino el hecho de que esta se produzca. Que alguien demuestre malevolencia hacia nosotros. Incapaces por orgullo de reconocernos heridos, rebatiremos el contenido de la afirmación, proveeremos pruebas, nos enfrascaremos en bizantinas discusiones excusadas en la voluntad de esclarecer los hechos objetivos (mas en seguida distorsionamos nuestras excelencias para compensar el agravio), que tratan de reponer desesperadamente el estatus caído, la confianza destruida. No nos molesta esa cosa que se ha dicho de nosotros, nos molesta el hecho (agresivo, hiriente) de que se haya dicho. Pero siempre responderemos tratando de justificarnos o “esclarecer” la injuria que aparentemente nos hiere, cuando lo que en realidad nos duele es el injuriante.
Y al fin, cuando le restreguemos al oponente nuestra victoria dialéctica por la cara, pensaremos: “ahí lo llevas, maldito, para que aprendas”; pero por detrás, por lo bajinis, lo que estamos proclamando es siempre el mismo viejo adagio:
“Por favor, quiéreme. ¿No ves que merezco la pena?”.
