El transporte público como palacios del pueblo

Mi hijo me señaló que el protagonista de las películas de Ken Loach no es el vehículo privado como en Hollywood, sino el bus o el tren

Una parada de autobús, transporte público, en Sevilla, en una imagen reciente.
Una parada de autobús, transporte público, en Sevilla, en una imagen reciente. MAURI BUHIGAS

Subes a un tren: mujeres, jóvenes y ancianos. Subes a un autobús: mujeres , jóvenes, ancianos y emigrantes. Si nada más que viajáramos en transporte público colectivo pensaríamos que los hombres ricos y las clases y edades medias no existen. Sería un país de mujeres, juventud y viejos y viejas.

No recuerdo haberme encontrado nunca, y viajo a diario varias veces, con un compañero de trabajo o con un amigo en un autobús urbano. Parece que los hombres de mi renta, media alta según el IRPF, tienen alergia al transporte público. Tampoco se ven apenas clase obrera masculina en el autobús o en el tren. Lo cierto es que en cuanto al uso, o mejor desuso, del transporte colectivo se produce un pacto social entre clases en la población masculina.

Evidentemente esta segregación social y de género no solo, ni fundamentalmente, es  un asunto de gustos ni de disgustos. Hay toda una trama urbanística, laboral y cultural que marca este efecto y que refuerza esta compulsión a la individuación en la movilidad. Pero este uso individual y privativo del transporte es incompatible con la movilidad eficiente, con la movilidad sostenible y con la movilidad feliz. Sobre las dos primeras incompatibilidades se ha hablado y demostrado mucho pero sobre la tercera no tanto.

La vida humana ha sido autodescrita en muchas ocasiones como un largo camino desde que Homero, al menos Homero, en la Odisea así lo contara. Ulises somos todos y todas y el viaje a Ítaca es nuestra vida. Ítaca no existe, solo existe el viaje. Kavafis así lo describe y comprende. Si en una época de extrema movilidad como la nuestra viajamos solos es que vivimos solos. Y quien vive sólo es que no vive. He recordado en muchos momentos como los neoplatónicos ateos que para negar la existencia de Dios definían a la deidad: “Como Aquel que está el solo”.  La condena a la “perpetua soledad” es el más cruel castigo que se le puede imponer a un ser social como es el humano. Nadie que sea puede ser alguien que es siempre solo.

Y a esta pena de soledad perpetua es a la que nos condena la movilidad privada individual. La principal fuente de satisfacción humana es la sociabilidad. Estar desposeídos de ella nos deshumaniza y nos hace mucho más desgraciados. La movilidad feliz es la movilidad colectiva del transporte público. Tan fuerte es el atractor social que hasta el marketing del automóvil privado nos llama con el reclamo de estatus y la distinción social que sería irrelevante si no tuviéramos ante quién distinguirnos. En un mundo de robinsones este valor del estatus seria menor que cero.

El concepto marxista de alienación fue considerado una antigualla teórica por el constructivismo idealista postmoderno que suscribía, paradójicamente, la tesis conductista de la naturaleza humana como una tabla rasa donde se podía construir cualquier gramática vital. Por el contrario, el materialismo ecológico sí sostenía que existe un naturaleza evolutiva de nuestra especie que está determinada por límites infranqueables social y políticamente. En el famoso debate entre Chomsky y Skinner, el lingüista tenía razón: la naturaleza humana existe. Si existe esta naturaleza, puede haber condiciones sociales, ideológicas que la perviertan y la adulteren. En esto consiste la alienación, una forma de vida que contradice la naturaleza humana.

La conocida frase de Lukacs sobre que la especie humana no tiene naturaleza sino historia puede ser releída como que la naturaleza humana es histórica o cambiante como la de todas las especies pero con un grado más  veloz de mutación debido a la selección cultural. Todas las especies son históricas, pero unas son mas históricas que otras, un asunto de grado. En este sentido podemos extender la alienación al mundo animal no humano, pues la naturaleza humana es un subconjunto de la naturaleza animal y comparte muchas notas con el resto de especies como es la percepción háptica.

Los sentidos hápticos (tacto) son los primeros que se desarrollan en el embrión y junto con la forma en que estos se relacionan con el desarrollo de los otros sentidos en los infantes (por ejemplo, la visión) han sido objeto de muchos estudios. Se ha observado que los bebés humanos tienen una enorme dificultad para sobrevivir si no poseen el sentido del tacto, aun teniendo los sentidos de la vista y el oído. Bebés con el sentido del tacto, incluso sin vista u oído, tienen más oportunidades. El tacto puede considerarse como un sentido básico en la mayoría de las formas de vida.

El sociólogo estadounidense Erik Klinenberg divulgo la expresión “Palacios del pueblo” para designar la infraestructura social que suponen espacios públicos como bibliotecas, teatros, parques, piscinas. Iglesias y todos aquello lugares donde el contacto social no está mediado por la mercancía, ni la utilidad y en que es ese mismo contacto el principal bien colectivo que ofrecen estos espacios.

Pues bien en una sociedad líquida (Bauman) marcada por espacios móviles como son el vehículo a motor, mantener este contacto social por medio del transporte púbico es esencial si queremos reventar la alienación háptica de la soledad. Más del 70% de nuestros viajes se hacen en vehículo privado y más de un mes de los 12 meses del año lo destinamos por completo a desplazamientos. Estos datos indican que una parte de nuestra vida. Sobre el 10 % de nuestra vida en vigilia, la realizamos sin contacto social. A estas cifras hay que añadirle  el aislamiento en la vida cotidiana que ha provocado eso que llaman una epidemia de soledad.

Mi hijo me señaló en una ocasión como el protagonista de muchas de las películas de Ken Loach no es el vehículo privado, como ha sido en Hollywood; o el Smart phone, como es ahora; sino que siempre es el bus o el tren, transportes colectivos públicos. De esta forma Loach remarcar el carácter de clase y popular de la movilidad pública. De esta forma el director británico genera un marco cognitivo alternativo que se instala en el inconsciente del espectador mucho más poderoso que los diálogos o el perfil  de los personajes.

David Harvey  ha pensado como alternativa al lujo capitalista que conlleva la insostenibilidad ambiental y la desigualdad social, el lujo público o colectivo que representan estos palacios del pueblo. como son las instalaciones e infraestructuras públicas.

El lujo público no se basa en la distinción social exclusivamente, como el privado, sino en la participación en el uso y disfrute de un bien. Si miramos con lentes evolucionistas en qué consiste el placer de la observación de la privación del otro veremos que no es un placer o emoción genuina, sino un subproducto derivado de escenarios de escasez y competencias donde la exclusión del uso y disfrute del otro conlleva necesariamente el uso y disfrute propio. Si estamos dos individuos y un solo plátano disponible, la simple señal de que el otro no lo tenga es una señal inequívoca del disfrute personal. Pero el placer de usar es muy superior evolutivamente al placer derivado y secundario del disfrute  privativo. Solo hay que cambiar el entorno de señales institucionales y   recuperar la memoria biocultural acumulada para que esta preferencia evolutiva emerja.

En un horizonte de decrecimiento, forzoso o inducido; los palacios del pueblo, como el transporte público, son una buena posibilidad de que este decrecimiento sea percibido como prosperidad colectiva y no como empobrecimiento individual, en especial entre las clases populares de las metrópolis. La extrema derecha lo sabe y por eso convierte la demolición de estos palacios en un objetivo prioritario más allá de la insaciable hambre de plusvalia que la cercanía del fin del crecimiento, le azuza. 

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