Todo por la tapia

Sebastián Chilla.

Jerez, 1992. Graduado en Historia por la Universidad de Sevilla. Máster de Profesorado en la Universidad de Granada. Periodista. Cuento historias y junto letras en lavozdelsur.es desde 2015. 

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No sería de extrañar que algún ciudadano o ciudadana al brindar este año nuevo pidiera el sarcástico deseo de que las aguas políticas se calmen. Deseos que no se cumplen, especialmente si brindas con cava catalán, como afortunadamente sigue haciendo la mayoría del país, le pese a quien le pese. Una cosa es que te guste la sidra asturiana y otra bien distinta es que sea el refugio de otra perdición nacionalista. A este respecto, me sumo a las palabras de Albert Camus, el escritor francés decía que amaba demasiado a su país como para ser nacionalista. Sin duda alguna, una cita perfecta para los que en el devenir político actual nadamos a contracorriente.

En estas semanas hemos vivido una serie de idas y venidas sobre la política española y, especialmente, la cuestión nacional que, a este ritmo, estoy seguro de que pueden llegar a aburrir hasta al más activo de los sujetos políticos. Todos querían vendernos una Cataluña ingobernable e in extremis el más ruin, que no ruiz, capitalismo encontró novia antisistema. ¿Promete el romance? En el fondo puede que sea para toda la vida, ya que no es la primera vez que sucede (lamentablemente, ni que sucederá). El encuentro entre nacionalismo y posturas políticas de izquierda radical no es nuevo, y de hecho a lo largo de la historia se ha repetido en multitud de ocasiones. Precisamente, el sector más crítico del marxismo ha acusado a estas inquietudes aparentemente patrióticas de echar al traste proyectos de transformación social a lo largo y ancho del mundo.

Y es que, recordemos, que para Marx el nacionalismo no es más que una herramienta de la oligarquía económica para confundir al proletariado, a unas clases populares que más allá de revertir el orden social se ciega ante la pasión patriótica. Por un lado, los nacionalistas que dicen ser de izquierdas creen que el único camino para la emancipación de su pueblo pasa por la reivindicación y consecución de la identidad nacional. Por el otro, la alta burguesía se frota las manos ante el idealismo de los nacionalistas de izquierda, perdidos en esa búsqueda de una superflua identidad que se desvanece en el horizonte multicultural que constituye la humanidad entera. Una de las premisas más básicas de estos nacionalistas es aquella de que para que el cambio se lleve a cabo hay que dar derecho a los pueblos a elegirse a sí mismos y, por ende, a autogobernarse. Entendemos, por tanto, que los pueblos tienen derecho a la autodeterminación, opinión que evidentemente comparto pero, ¿a qué precio?

La izquierda transformadora no puede paralizar su intento de cambio social a costa de un debate identitario, y menos aún si en este proceso aúpa a los que también señala como culpables sólo por compartir inquietudes nacionalistas. Esta realidad no es rupturista sino que conforma un folclorismo débil e infantil, especialmente en los tiempos que corren. El concepto de patria, adulterado a lo largo de la historia, no sólo es ambiguo sino que ha constituido un verdadero peligro para la clase trabajadora. Ante ello, los votantes de la CUP –y de cualquier partido nacionalista, bien sea catalanista o españolista– deben preguntarse: ¿Todo por la patria o todo por la tapia?

Desde mi punto de vista, es necesario que Cataluña pueda hacer una consulta para que los catalanes y catalanas decidan acerca del futuro de su nación. Las elecciones del pasado mes de septiembre fueron interpretadas por unos como una victoria del SÍ y por otros como una victoria del NO. Si bien parece que la relación 52 % NO y 48 % SÍ, en la que se excluye el voto de Catalunya sí que es Pot y de otras fuerzas como Unió Democràtica de Catalunya, es comúnmente aceptada, las elecciones autonómicas no pueden ser vinculantes. Para que el Procés continúe -o no- es imprescindible que el gobierno español permita realizar un referéndum en Cataluña y parece que ninguno de los partidos del régimen está por la labor. La Constitución para ellos es sagrada, aunque según para qué, ya que para recortar en gasto social por supuesto que no presenta ningún problema. Punto y aparte, más allá del incuestionable derecho a decidir que tienen los catalanes, cabe preguntarnos: ¿Era necesario que la CUP bailara al compás de la oligarquía catalana para garantizar el Procés?

La legitimidad democrática debería ser el pilar sobre el que se sustentara la candidatura d’Unitat Popular, máxime si aspira a venderse como organización asamblearia antisistema. El Procés no sólo no tiene legitimidad democrática por no haber conseguido mayoría absoluta (en votos) en las elecciones catalanas que intepretaba como plebiscitarias sino que además vulnera la identidad revolucionaria -que no nacionalista- de un partido político que se considera a sí mismo republicano anticapitalista al investir a Puigdemont, que si bien no es Artur Mas, no deja ser más de lo mismo.

Sin embargo, Antonio Baños, candidato de la CUP y ahora exdiputado al haber dimitido de su cargo tras las negociaciones, aseguró en Carne Cruda que había cumplido sus dos compromisos electorales pese a haberse resistido la negociación: garantizar la continuidad del Procés y no investir a Artur Mas. Y lo peor es que tiene razón, la CUP teóricamente ha cumplido con sus compromisos electorales. Sí, pero a los que vamos más allá y entendemos la política como algo serio que afecta fundamentalmente a las relaciones socioeconómicas, no nos convence. El nacionalismo no puede ser una respuesta ante la situación de emergencia social que tiene el pueblo llano. Ni tampoco frente a los problemas en torno al medio ambiente, la igualdad de género, la educación o cualquiera de las libertades civiles. ¿O ya nadie recuerda la represión policial del Govern de Convergència? Frente a todo este tipo de contradictorias cuestiones, el régimen se pronuncia con enunciados como “vamos a garantizar que el derecho de autodeterminación no lo puedan ejercer sólo las autonomías”, un quiste no sólo para la diplomacia sino también para el propio lenguaje. Llamar autodeterminación a algo que ni es ‘auto’ ni es ‘determinación’ nos expresa la falta de empatía que las fuerzas políticas de todo el país tienen.

Por mi parte, me niego a aceptar el ‘todo por la patria’ que tanto unos como otros llevan por bandera. Prefiero guardarle respeto a una figura que otro de los nacionalismos reivindica como suya –Blas Infante- pero que en cierta ocasión comentó aquello de que su nacionalismo no era andaluz sino humano. El nacionalismo más excluyente, aquel que sólo crea fantasmas, vuelve a acechar a las clases populares, confundidas y perdidas en un abismo de folclore simbólico. Uno de los imprescindibles, Aldous Huxley, no pudo haberlo definido mejor: “Tanto el capitalismo como el nacionalismo son frutos de la obsesión por el poder, el éxito y la posición social”. En esas estamos. Por unos y por otros.

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