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El barco se hunde, caballeros, y está lleno de pasajeros, no todos somos iguales, quizás quisiéramos serlo para para estar en la cubierta y nunca estar en las bodegas, aunque la mayoría dormimos en ellas. En el cubil de abajo no hay demasiado tiempo para el ocio y cada vez son los menos afortunados los que somos aptos, según los de arriba, para trabajar casi todo el día echando carbón. Cuando entramos nos miramos entre nosotros y aun en la certeza de lo duro y lo mal pagado de la labor, nos aliviamos con frases contundentes donde damos gracias a Dios por ser los elegidos. Y más de uno sugiere no ser muy quisquilloso a la hora de protestar por tonterías, como las horas de más, el bocadillo o que hace un mes la hora se pagaba un poco más cara. Hacemos de nuestra resignación un baluarte.

El encargado de la caldera hace gala de su trayectoria y anima a los que dirige a esforzarse, así un día podremos ser como él, y ocupar su lugar. Incluso, cuenta, que de vez en cuando, el jefe de máquinas lo convida a despachar vinos con los que por su esfuerzo personal y espíritu emprendedor ya han triunfado. Y es que nada se consigue sin sacrificio, disciplina y resignación. Lo que dios manda y el rey ofrece, no queda sino joderse, dice entre risotadas.

En el nivel intermedio del barco están los que no echan carbón, muchos se encargan de trabajos más gratos y descansados, algo más remunerados, y sueñan con subir también a la cubierta, con la gente guapa, a toda costa, porque son los únicos que pueden mantener su bienestar, y que es del todo arriesgado cambiar las cosas. En tertulias de sobremesa, más o menos abundantes, dicen que el ser humano es lo que es y que todo experimento donde los de abajo, esos que echan carbón desde siempre, han querido abandonar su lugar, ha acabado en una multitud de sucesos trágicos y violentos que han traído consecuencias nefastas. En definitiva, algo anti natura.

Entre ellos se preguntan de qué pueden quejarse quienes trabajan en sus empresas de carbón. Bastantes esfuerzos ya hacen para pagar impuestos, por no decir el riesgo tan extremo que corren entre tanta competencia, sobre todo, con los que están en la cubierta, que poseen todas las minas de carbón. Y es que no todo el mundo sirve para mandar ni para dirigir a un grupo humano que resulta ser ingrato, que en cuanto te descuidas querrán darte coba y robarte. Los de abajo, los tiznados, observan y se empeñan en politizarse, en perder a veces el miedo, que solo destruirá la paz y la tranquilidad. Todo el tiempo pensando en asambleas ociosas, filosóficas y mejoras salariales, cuando de sobra es sabido que al final, cualquier partido o sindicato son lo mismo y todos sus líderes buscan poder y dinero. Y es que ni por asomo comprenden cómo se las gasta el libre mercado, que nos obliga a tener que recortar gastos para mantener sus puestos de trabajo. Nuestras pensiones, colegios, sanidad y nuestro merecido ocio dependen de que mantengamos este orden sin que su caos de envidiosos destroce el sistema. Que bastante ha costado llegar a consensos, hombre.

Y llegamos a la cubierta, donde la misantropía es la reina de las verdades, donde el destino, la historia y el linaje les hizo lo que son, y las decisiones, se toman irremediablemente, en función y a favor de la economía. Sociabilizar pérdidas y privatizar ganancias. Es esencial, esto se mantiene porque lo otro es derrochar y vivir por encima de sus posibilidades. Viviendo en una Arcadia y una utopía irreal y extrema donde su único problema es pensar en cómo zancadillearnos. Debemos ser centinelas para los que están anhelando la cubierta, no empiecen pensar en tener las mismas propiedades y posibilidades. Y es que siempre ha habido clases. Insistamos, poniendo el dedo en cualquier gestión pública y pensemos en cómo el carbonero pagará de su sueldo, que no está nada mal, para lo poco que ha estudiado y expuesto, todos esos derechos que reclaman.

¿Hemos de pagar a alguien de nuestras arcas algún derecho en un mundo donde cada individuo debe ser responsable de sus actos? Lo único que hay que hacer, sentencia un señor con esmoquin, es hacerlos temerosos de sus pecados y unirlos en una bandera, en un ideal de nación, que se sientan cómplices con nosotros, que vivan nuestros sueños mediante esos símbolos irreales pero confortables, aunque jamás puedan dominarlos. Que defiendan sus miserias en un sentido de la propiedad privada y la patria tan exagerado como si fueran un virrey. Así, los tendremos entretenidos, resignados al destino y a la evidente providencia de que cada ser humano ocupa por mandato divino el lugar que le corresponde.

¿Eso sería un trabajo algo cansino? Perderíamos un tiempo precioso en esta vida tan corta. Tranquilos, dijo un magnate bebiendo champán en la cubierta. La clase media nos hará el trabajo con el miedo a perder sus privilegios frente a los carboneros y con su ilusión a que todo cambie para que no cambie nada. Porque entre ellos hay mucha gente con el mismo discurso que en la bodega, pero casi siempre llegan a la conclusión de: Justicia señor, pero por mi casa no.

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