Una imagen en Guinea Bissau, uno de los diez países más pobres del mundo. En España, uno de los del club de los ricos, la tierra es seca y la piel fina.   UNICEF
Una imagen en Guinea Bissau, uno de los diez países más pobres del mundo. En España, uno de los del club de los ricos, la tierra es seca y la piel fina. UNICEF

¡Qué pereza da volver a la tragedia cotidiana de este verano en España! Pasa uno de África a Europa y es como ir del paraíso al infierno. Dejas atrás Guinea-Bissau, uno de los diez países más pobres del mundo, y entras en España, uno de los socios del club de los ricos, y es como viajar de la felicidad a la desdicha. Tocas suelo europeo y todo se hunde bajo tus pies. Arden los bosques, el aire quema, falta agua en los pantanos, la guerra se recrudece, las jóvenes tienen miedo de que les pinchen en las fiestas. Los cuatro jinetes del Apocalipsis han llegado a tu puerta. 

El mundo está que da miedo, dicen por todas partes. Más pareciera España la boca del infierno que la puerta del edén de la abundancia europea. Después de Rusia viene la amenaza China. El Covid no acaba de irse y llega la fiebre del mono. A la sequía le siguen lluvias torrenciales. La bolsa se hunde y el otoño económico se anuncia aterrador. Los precios son un disparate, no habrá gas este invierno, el Gobierno se desmorona por momentos y la oposición conspira para su derribo definitivo. La decadencia corroe los cimientos de la sociedad y no hay escapatoria posible. El fin del mundo se acerca. 

Dan ganas de coger otra vez el avión y regresar a un país donde la única carretera asfaltada tiene más agujeros que un queso de gruyere, la sanidad no existe y la educación es una quimera. Sólo una de cada cuatro niñas va a la escuela primaria. El índice de mortalidad infantil da escalofríos y la gente vive con menos de un dólar al día. La corrupción campa a sus anchas y nadie sabe de qué se muere la gente porque ningún médico le ha hecho jamás un diagnóstico. Y, sin embargo, todo el mundo da los buenos días al que se cruza por la calle y para a ver qué avería tiene el coche detenido en la carretera y ofrece la poca ayuda que puede dar. Tal vez una llave inglesa, un gato para la rueda pinchada o un poco de gasolina hasta la próxima estación de servicio.

Aquella gente tiene la piel curtida por las adversidades. Aunque ría constantemente, ellos no son felices porque nadie puede serlo en medio de la pobreza. Pero al menos ríe y no sufre la angustia diaria de asistir al fin del mundo. Ellos no conocen el aire acondicionado, mientras aquí discutimos si debe estar dos grados más arriba o más abajo. Como si nos fuese la vida en ello. No sabemos vivir por encima de los 25 grados y estamos dispuestos a jugarnos el futuro del planeta antes que soportar dos grados más de calor en verano. Como si nunca hubiéramos pasado calor o como si siempre hubiésemos tenido aire acondicionado. No sabemos movernos a cualquier lugar como no sea en coche.

Puede que hayamos tocado fondo o puede que simplemente estemos ante una nueva crisis, otra más, provocada por la guerra, otra más, por el agotamiento de las energías fósiles y por quienes se arriman a las crisis para hacerse más ricos aún de lo que ya son. Esto último no sería nada nuevo. Lo cierto es que la angustia se ha extendido (o la han extendido interesadamente) como una mancha de aceite. Puede que esté pasando que tengamos la piel excesivamente fina y flaca la memoria. El principal problema es que sin memoria y sin capacidad de sacrificio es difícil superar las dificultades. 

La nuestra es una sociedad incapacitada para la renuncia y el sacrificio. No digo que deba hacerse conformista, pero tampoco tan egoísta que acabe aceptando la tragedia como inevitable. Que el cambio climático es un reto sin precedentes en la historia de la humanidad lo sabemos desde hace mucho tiempo. Pero nos negábamos a aceptarlo y mirábamos para otro lado. Hay tiempo, decíamos. Es tan confortable el bienestar alcanzado. Este verano, temperaturas inusualmente altas, unidas a la crisis de los combustibles y a los precios desorbitados, nos empujan a la angustia de vivir una tragedia que, por el hecho de parecer inevitable puede acabar resultando paralizante. No hay nada que hacer. A vivir, que son dos días.

Tal vez ya sea tarde para revertir el cambio climático y las generaciones futuras estén condenadas a sufrir cataclismos nunca vistos sobre la tierra. Puede que no estemos al borde del precipicio, como nos decían cuando hace más de veinte años empezaron a hablarnos del cambio climático, sino rodando ladera abajo. Este verano nos vemos en caída libre. Estemos a tiempo o ya sea tarde, tenemos la obligación de renunciar a todo aquello que haga avanzar el efecto invernadero. Los gobiernos con medidas contundentes, descontenten a quienes descontenten. Y los ciudadanos con comportamientos cotidianos que no deterioren aún más la salud del planeta. Piel demasiado fina.

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