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La necesidad de contar cosas es una cualidad innata a los seres humanos y, con todo, un insípido miedo al ridículo y a la exposición pública les atrincheran en su invisibles y decrépitos caparazones.

No lo has descubierto todavía pero está en ti. No se trata de usurpar funciones a los profesionales cualificados, pero plantéate por unas horas ser terapeuta. En realidad siempre lo has sido, pero nunca de forma consciente.

En la era de la comunicación por excelencia, trasladar mensajes y contagiar sensaciones no es tarea fácil para quienes siguen ocultándose de las insidiosas miradas ajenas, quizás por desconocer que la necesidad de contar cosas es una cualidad innata a los seres humanos y, con todo, un insípido miedo al ridículo y a la exposición pública les atrincheran en su invisibles y decrépitos caparazones.

No hay duda de que ese imperioso deseo de encontrar a alguien con quien empatizar se magnifica en momentos como los que vivimos, sumidos en una crisis económica sin parangón y una homónima de identidades que no les permiten avanzar en sus vidas y que a la postre incrementan de forma exponencial las listas de espera en consultas de terapeutas, psicólogos y psiquiatras como ni siquiera se imagina.

En los últimos años nos hemos acostumbrado tristemente a ver el dolor y la angustia en la mirada de aquellos y aquellas a los que la pobreza ha abofeteado sin consuelo, a aquellos que pensaban que el Estado del Bienestar era inmutable y eterno, a aquellos a los que la enfermedad ha escogido en una ruleta macabra de la fortuna, o simplemente a ese alter ego con el que tanto has compartido que siente y padece aparentemente con maneras lisonjeras, y que sólo espera que oigas al menos el timbre de su voz.

A aquellos a los que su oleaje existencial les ha propinado una inesperada voltereta, a quienes creían inquebrantable su estilo de vida y sus valores, les recomiendo que busquen a un terapeuta de andar por casa, a poder ser un terapeuta en babuchas, véase en forma de amigo, confesor, vecino o compañero de viajes y aventuras varias.

A ellos atrévete a invitarles a exteriorizar lo que el alma les grita, a atrapar el eco de sus conciencias como la mejor forma de encarar los momentos complicados porque tú ya sabes en tus carnes que el dolor no tiene nombre ni apellidos y es inherente al resto de los mortales. La mayoría de esos problemas que martillean sus días y sus noches son menos si se cuentan y más habituales de lo que la sociedad les hace creer. En su denominador común se encuentran la ausencia de autoestima y la negación de su yo, junto con el desmoronamiento accidental de aquellas torres aparentemente inexpugnables de su castillo interior.

No hace falta por tanto acudir a ese Dios que idealizan y que no es más que alguien como tú pero con bata blanca. Todos y todas somos capaces de escuchar; de entender su padecimiento y proponerles generosas y altruistas soluciones. La comunicación verbal, y en otras la no verbal, son suficientes para aperturar sus almas y hacer terapia con ella, porque al igual que su cuerpo también ellas enferman. No abomines de eso que les ocurre, simplemente ayúdale a reconocerlo y a darle la mano porque comparten su maleta y su camino, la mayoría de las veces para toda la vida.

Alguien dijo una vez que “del sufrimiento han emergido las almas más fuertes y las almas más fuertes se forman a base de cicatrices”. Simplemente aliéntales a vivir desde el corazón y a ser quienes realmente son, aunque en su travesía aparezcan silentes las tempestades. Enséñales a localizar su diván de andar por casa, quizás esté allí donde menos lo esperen. Ese que tú mismo un día escondiste en el desván detrás de sábanas polvorientas y que ahora otros como tú necesitan para recostar la insoportable levedad de su ser...

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