Axioma 1: El Carnaval es pa los gamberros. Axioma 2: El Carnaval es, por definición, transgresor. Axioma 3: El Carnaval es un contrapoder. Axioma 4: El Carnaval es del pueblo, del pueblo sin apellidos. Axioma 5: El Carnaval será lo que nosotros queramos que sea («si esto es lo que queréis, po esto es lo que hay»).
Es de justicia admitir que con estos principios cardinales recorriendo las entrañas no se escribe de la misma manera que cuando se tiene por costumbre atender hacia dónde sopla el viento para ver de qué pie cojea cada miembro del jurado y así confeccionar repertorios a la medida de quien los puntúa. No es de extrañar que, en la ciudad cortejada por los vientos, sea el veletismo —y no, por desgracia, en forma de sentido homenaje a La Ventolera— el deporte de riesgo más practicado por quienes necesitan suplir la falta de calidad y destreza literaria con condecoraciones de las que poder vacilar cuando las lucen en la solapa de sus egos.
Esta falta se puede detectar en la marabunta de popurrises intercambiables e indistinguibles —como se ha dicho: cualquier año nos cuelan uno no inédito y nadie se entera— o en la cantidad de amagos de resolver una disputatio carnavalesca a piñazos junto a la barra de La Bella Italia o del Ducal.
A los vaivenes de las tendencias resisten los repertorios frescos, generosos y valientes que se escribieron y cantaron con honestidad, franqueza y en sintonía con los principios de quien quería —y podía— decir algo a quien estuviera dispuesto a escuchar. Supongo que sería muy difícil atenderles sin dejarse llevar por la inquina y la mala leche de los pretendidos guardianes de un canon y una esencia que no existe y que nunca existió —porque esto es, por definición, transgresión—.
Querer bien a una ciudad no es asfixiarla, encerrarla ni atarla en corto en continuas maniobras autofelatorias. Ni siquiera es vitorear y premiar a sus muertos cuando ya no pueden responder ni alegrarse por ello. Cuidar y querer algo —o a alguien— significa, por el contrario, respetar sus diferencias y singularidades, exprimir su potencial y acrecentar su fuerza, reconocer el legado de los grandes maestros-as y, con todo asimilado, escribir, cantar y actuar por y para el futuro y la prosperidad del rincón más maltratado del país. A Cádiz por todo. Abrir las ventanas que dan al mar para ventilar, sin complejos y sin miedo de incomodar con las críticas a las viejas instancias del inmovilismo —se autodenominen progresistas o no, es indiferente—: los mismos, con lo mismo; siempre, siempre lo mismo.
Cádiz lleva siglos aprovechando el don del Carnaval —que es el del arte, por lo que da lo mismo pensar en carnaval, en flamenco o en lo que se quiera— para exponer sus contradicciones, lamerse las heridas, cantar el dolor, llorar la rabia y reír la pena. La ironía y la carga como modos de vida para no sucumbir, pero también para atacar y contraatacar con violencia —«buen humor, tradición, carnaval, reacción…»; ¡40 años de Las brujas piti!— los leñazos asestados por las políticas de los partidos a los que les convenimos pobres, contentos y entretenidos para culminar con éxito el gran saqueo. Morir cantando, morir matando, desangrarse bajo el disfraz mientras nos convencemos de que nos iría mucho mejor si se emplease el mismo esfuerzo que vemos en nuestras sagradas tablas también en nuestras maltratadas calles e instituciones (a ver si así se dan cuenta que estoy perdiendo a mi mare… /Brujita, lo siento, brujita…) Se trata de una cuestión de amor propio, no de división de los esfuerzos, ya que la potencia creativa de la ciudad es directamente proporcional a la cantidad de sufrimiento que es capaz de soportar. Traducido resulta: hay para dar y regalar. La alegría —nuestra alegría— y la locura —esta locura de aquí— puede ser aprovechada como motor para los cambios. Hay heridas que la porpulina no puede —ni debe— maquillar.
Lejos de debates espúreos y lenguas miopes que tachan de reaccionarias a las mejores plumas de su historia reciente pienso que no: cualquier tiempo pasado no fue mejor. Porque en el pasado, igual que ocurre ahora, los mediocres —que, como sabéis, solo consiguen algo de gloria viendo hundidos a los demás— estaban empeñados en que la excelencia no se premiara, disfrutara ni reconociera (¿serán valientes para darle los tres primeros premios —merecidos— seguidos?). Algunos son felices consiguiendo fuera de las tablas la repercusión que no logran en ellas.
Por suerte, esta fiesta con vida propia acuna de vez en cuando repertorios soberanos que, una vez presentados, dejan de pertenecer a quienes los escribieron e interpretaron. Nos superan y se imponen a nuestra voluntad, pasando a formar parte de la banda sonora de nuestras vidas. No somos responsables de quienes se hacen inmortales. No controlamos lo que vino para quedarse a pesar de las muertes caprichosas y tempranas. Los clásicos son rebeldes que tomaron otros caminos que corrían por su cuenta y riesgo. Mal que bien, soportaron los palos de aquellos a quienes incomoda(ba) mucho su presencia y su triunfo. Hemos de agradecer a quienes se exponen y dan el verso y la cara para que otros-as puedan ser más libres.
«Cualquier tiempo pasado fue mejor» es la fórmula rancia que se emplea para taponar y hurtar otros presentes y futuros posibles. La emplean los «apolíticos», los que no son «ni de izquierdas ni de derechas», «ni machistas ni feministas», los que miran al palco antes de escribir, los de los miles de repertorios de pescaíto en blanco. Sí, los mismos que vivían mejor con Franco. Los que cantan el «Cádi es de Cádi na má y es patrimonio del gaditano» en estricto sentido literal, mostrando tanta insensibilidad e incapacidad para la ironía como para el resto de cosas de la vida en general. Todos toditos los torpes que no se enteran de ná. Blam, blam.
A pesar de las ruinas, de la nostalgia y del desierto que crece en el pecho y en los alrededores, celebro y agradezco a los muertos y a los vivos que son capaces de meter el dedo en la llaga sin permitirse deleitarse en la autocompasión ni en la autocomplacencia. Revisan y rectifican lo que sea preciso con tal de no estancarse y mejorar. Las que, abriendo más y mejores caminos, aguantan los cosquis por ellas y por todas sus compañeras. Esa es la razón que motiva el legado, aquello que le da sentido: devorarlos, aprender, honrarlos y seguir. El difícil equilibrio entre clasicismo y vanguardia. Celebro, una vez más, que nuestros años de vida —la vida, siempre la vida— tengan nombres raros. Yo tuve la suerte de que el azar me hiciera compartir y celebrar aniversario con Los templarios y Los Yesterdays.
Felicidades a todos aquellos que llevan —al menos, como mínimo— un cuarto de siglo suspirando con y por un caballero dueño de la guerra y un jipi. La amarga y risueña profecía del loco se cumplió. Ahora que ya no queda trabajo, solamente Carnavá, la vieja sonata retorna en forma de conjuro: C’mon baby, c’mon baby, let the good times roll… Salud y Cannavá.


