Suárez, visto por la izquierda

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29 de marzo de 2014 a las 00:13h

Antonio Bernal. Miembro de Attac Jerez

Dentro de un tiempo, cuando se enfríen los moldes con los que tanta estatua se está levantando a la memoria de Adolfo Suárez, volverán a publicarse cosas sin las alabanzas de rigor en momentos funerales. Volveremos a examinar la transición y a sus protagonistas, Suárez entre otros, como ya se viene haciendo desde hace tiempo, sin miedo a hurgar en sus defectos. Se asentarán los posos y volverá a hacerse visible, para quien quiera verlo, que la transición no fue ese plan milimétricamente diseñado para producir un resultado preconcebido por hombres como el Suárez que ahora nos cantan, de voluntad de hierro, inteligencia política sobrenatural y honestidad resistente a toda tentación.

La transición fue un hecho humano, como humanos fueron sus protagonistas, Suárez entre otros. Estuvo cargada desde el primer segundo de incertidumbre. Cien veces estuvo a punto de irse al traste.Hubo que improvisar y se improvisó. Sus triunfadores, Suárez por poco tiempo, lo fueron más por debilidades ajenas que por fortalezas propias. Sus éxitos, esos sí buscados con todo afán, fueron mantenerse a flote de una política revuelta, los que lo lograron. Otrosdebieron resignarse a una supervivenciaaustera. Y algunos no les llegaron ni las últimas migajas del poder.

Muchos asistimos a aquellos acontecimientos encogidos de angustia,pero esperanzados. Intuíamos que la democracia no dependía, no podía ni debía depender, sólo de las habilidades de aquel puñado de prohombres en quienes convergían todos los focos. El país entero estaba expectante, cierto. Pero algunos, además, estábamos (como otros muchos habían estado durante largos años) en modo militante. Sin nuestro concurso(permítanme comparecer en primera persona), ni Suárez ni todas sus laureadas virtudes habrían logrado enterrar la dictadura. Y porque nuestro aliento no dio para más, esa dictadura quedó enterrada un poco a medias,desplazada, eso sí, por una democraciainfinitamente preferible, pero con cosas cojas y desconchones precoces, que con los años han ido a más.

No pretendo aquí ensombrecer la memoria de Suárez con estas quejas. Si quiso, no podía, ni él ni nadie, augurar el curso que ha seguido después nuestra vida pública. Sin duda fue un político de mérito, en el sentido en que puede hablarse de una persona dotada con las singulares habilidades, simples o complejas argucias en muchos casos, que ciertos políticos desarrollan en momentos cruciales. No se le han hallado faltas que pongan en duda su honorabilidad personal, y eso ya no es poco decir en comparación con lo que sabemos de tantos otros “políticos de mérito”. Pero cuando lo conocimos ya venía con un pasado a cuestas, forjado en altas instancias del régimen. Y aunque a partir de cierta edad todo el mundo tiene un pasado y se gana el derecho a cierta condescendencia, con toda seguridad no fue ese santo y lúcido varón que en estos días tanto apologeta furibundo nos está esculpiendo.

Visto desde la izquierda, que es donde yo me hallo y donde me hallaba cuando fue nombrado piloto oficial de la transición, Suárez, o mejor sería decir los años de Suárez, nos dieron una lección. Hasta entonces, en la izquierda, al menos en las exiguas bases de la izquierda, habíamos desarrollado una noción agónica de la política, de lucha entre principios y fuerzas que sólo podía desembocar en la victoria de unos y la derrota de otros. Habíamos tomado partido por un bando. Y nos creíamos en el deber de hacerlo triunfar. Con Suárez y en los años de Suárez entendimos que la políticademocrática es también e inevitablemente materia de pactos.

Claro que a algunos se les fue la mano. Decidieron que había acabado para siempre el tiempo de bandos e ideales y que había llegado el imperio de la mesa camilla, de los acuerdos a la descubierta, los menos, de tapadillo, los más. En el polo opuesto, otros negaron y siguennegando esa mayor, convencidos de que todo acuerdo equivale indefectiblemente a una traición.

Y no lo es. No lo es porque la política democrática se parece bastante a lo que cualquier persona racional entiende que es la vida civilizada. Nadie ordena su existencia sólo en torno a posiciones, intereses o principios irrevocables. Sobrevivimos, sin matarnos, porque estamos predispuestos a establecer pactos. Construimos proyectos personales e impulsamos iniciativas colectivas, incluso cuando su objetivo es la lucha, en virtud de acuerdos.

Comprender esa verdad, un tanto gris pero poco objetable, es la mejor herencia que, quizás sin pretenderlo, nos dejó este personaje. Para la izquierda, además, fragmentada hoy entre una socialdemocracia sin norte, una alternativa institucional encarnada en Izquierda Unida que no termina de despegar, y una maraña de organizaciones nacidas al calor del 15-M que compiten por el monopolio político de la indignación, asumir la necesidad de acuerdos no puede ser solo ni principalmente un modo de personarse en un funeral. Salvo que sea el propio.