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Me van a perdonar ustedes si me pongo repelente. Ya tocaba escribir sobre mi “deformación” profesional. Enseño Lengua Castellana, o sea, la propia, en centros muy requetebilingües, y muy tics —tics, pero nerviosos, son los que proliferan en los claustros de profesores ya llegando junio, por ejemplo—. Es mi trabajo, y luché por él a muerte, aprobando una dura oposición al cuerpo de profesores de Enseñanza Secundaria —que en el temario no venga un manual de supervivencia, ni tácticas para lidiar con las situaciones más inverosímiles y complicadas, ni técnicas de “resiliencia”, tan de moda, para convivir con padres y compañeros, es otro debate—, y a diario además de evitar que se escapen por las ventanas, pretendo enseñar a entender lo que se lee e ir más allá del mareo que muchos sufren al ver muchas letras juntas.

Lo ideal sería que entrenasen su visión crítica de la realidad —algunos lo consiguen—, pero normalmente me siento realizada comprobando que escriben su nombre correctamente, por lo menos, aunque claro, a veces pasar lista en una clase es una ardua tarea, dependiendo de la añada y las modas. Y ya me he encontrado con Shakiras en las listas. Respeto los gustos, pero lo suyo sería que, antes de apropiarnos de nombres ajenos, respetáramos los propios, sin herirlos, porque siempre me preguntaré por qué puñetas, y con perdón, algunos llaman a sus hijos Gabriel o Jorge, si son completamente incapaces de llamarlos realmente así.

Me esfuerzo, mucho,  por inculcarles el gusto por la lectura, por la Literatura o inquietudes culturales y vitales, más allá del Facebook e Instagram. Es una batalla perdida luchar con un ejército virtual reclutador de adolescentes especialistas en patear el diccionario. La guerra empezó en Tuenti. Y ahora me imagino, entre pesadillas, a los emojis de Whatsapp haciéndome cortes de manga. Recuerdo bien cuando los cuadernos, los exámenes y los trabajos comenzaron no hace mucho, a plagarse de emoticonos, abreviaturas, dibujitos ininteligibles y otras florituras, que sumados a las faltas de ortografía, convertían las correcciones en jaquecas monumentales.

Así que, preocupada, hace un par de años, decidí unirme al enemigo: me abrí, cuando existía, una cuenta en Tuenti —la Prehistoria—, completamente impersonal, donde los únicos contactos eran mis alumnos, siguiendo el ejemplo de una compañera "muy enrollada" que incluso colgaba las notas de los exámenes en el muro. ¡Horror! No lo pude soportar. Comprobé que incluso los mejores alumnos de mis clases escribían mal, algunos incluso a propósito —para no ser menos—. Inexistentes signos de puntuación, insultos a la ortografía más básica, e incorrecciones que iban más allá de lo razonable. Cerré mi cuenta. No duré ni un par de meses. Cerré también los ojos y las intenciones. Pero ya no había vuelta atrás.

Una vez en una tutoría quise empatizar, acercarme a ellos, y pregunté muchas cosas. Muchos confundían hablar mal y escribir peor con ser andaluces —de Andalucía la baja—. Intenté hacerles ver y entender que estaban, que están, muy equivocados. Que ser de un lugar u otro nada tiene que ver con utilizar correctamente o no el idioma, y que los diversos acentos, modismos, expresiones, etc., son rasgos propios que interesa incluso que se conserven. El objetivo es que olviden complejos, y que se sientan cómodos hablando, castellano andaluz, sí, pero castellano, respetando, si se escribe, sus normas en la medida de lo posible. Y los andaluces occidentales, sobre todo los gaditanos, somos rápidos, muy inteligentes al economizar al máximo el lenguaje oral. Y se nos entiende, claro. Pero eso no tiene nada que ver con lo escrito, con la comprensión lectora, ni mucho menos con los emojis.

Algunos —pocos— afortunadamente captan el mensaje, y me consta que hacen lo posible por una buena expresión. Otros, en cambio, no tanto. Pero he aprendido a relativizar, y que no me afecte nada de nada cuando escucho a algunas —muchas— chicas poner una "r" entre la "b" y "e", de la tienda de ropa de Inditex. ¿No leen el letrero? ¿Por qué no lo leen? ¿Y La Celestina? ¿La leerán? ¿Y los prospectos de una medicina? ¿Los entenderán? Mi terapia es hacer oídos sordos, para no irme a la calle a dar gritos como la Martirio, comprobando que lo que hacemos en clase, cae en saco roto. Y además, pa qué. Ayer mismo en First Dates, ese terrorífico y adictivo programa de citas que conduce Carlos Sobera, una muchacha de apenas 18 años, del norte de Despeñaperros, afirmaba que su afición era comprarse ropa en el “breska”.

En fin. Imagino que alguna vez saldremos del bucle infernal, agujero negro del terror, y volveremos a hablar como Dios manda. De momento, una exalumna, que ya es amiga, me envió un WhatsApp para invitarme a  su cumpleaños, y no sé si fue para agradarme, pero llevaba tildes, puntos y comas, sus mayúsculas, su a ver y su haber, correctamente. Le han regalado, cuenta, un bolso en Bershka, con el dibujo de una calavera —¡bien!, porque ir con una de los barcos de Colón estampados en la ropa, no mola nada—, y quería que quedemos "ahí", donde siempre, por si "hay" mucha gente en otro sitio. Ay. Guardo su mensaje como oro en paño, como un premio, como un triunfo, a pesar de los trescientos muñequitos y corazones, con los que firmó el mensaje. Confieso, que yo también lo hago. Es que molan.

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