Soledad y la entereza

Antonia Nogales

Periodista & docente. Enseño en Universidad de Zaragoza. Doctora por la Universidad de Sevilla. Presido Laboratorio de Estudios en Comunicación de la Universidad de Sevilla. Investigo en Grupo de Investigación en Comunicación e Información Digital de la Universidad de Zaragoza.

Momento de la exhumación de los restos de Queipo de Llano en la Basílica de La Macarena en Sevilla.
Momento de la exhumación de los restos de Queipo de Llano en la Basílica de La Macarena en Sevilla.

«Por cada hombre de orden que caiga, yo mataré a diez extremistas por lo menos. Y los dirigentes que huyan, no crean que se librarán con ello: los sacaré de debajo de la tierra si hace falta y, si están muertos, los volveré a matar». El 18 de julio de 1936, Queipo de Llano se dirigió por primera vez a los andaluces a través de las ondas de Radio Sevilla. Aquél fue el comienzo de un serial radiofónico de atroces proclamas perpetradas con la impunidad del que no teme a nada. Hasta bien entrado 1937 continuó con sus arengas detrás del micrófono para sembrar el terror en las filas republicanas y entre la sociedad civil. «Nuestros valientes legionarios y regulares han enseñado a los cobardes de los rojos lo que significa ser un hombre. Y, de paso, también a las mujeres. (…) Ahora por lo menos sabrán lo que son hombres de verdad y no milicianos maricas. No se van a librar por mucho que forcejeen y pataleen». Este execrable alegato de la violación es del 23 de julio y dice tanto del orador que sobran los calificativos, por mucho que me estén brotando de la tecla los insultos más feroces. 

Hace un mes, con la aprobación de la Ley de Memoria Democrática, el Gobierno solicitó a la Hermandad de la Esperanza Macarena que sacara de la basílica los restos del general franquista, los de su mujer y los del también golpista Francisco Bohórquez, secuaz habitual de Queipo. Los huesos de los tres abandonaron el templo macareno pasadas las dos de la madrugada. Los acompañaba la negrura de la noche y algunos aplausos de sus descendientes. Pero más allá de todos ellos y de las palabras furibundas de la guerra en las ondas, las que a mí me interesan hoy son las de ella: la señora que, en voz bien alta y en soledad, respondió a los aplausos de los familiares de los sublevados recitando los nombres y apellidos de algunos de los miles de represaliados por el general. Al menos 14.000 muertos civiles se atribuyen a Queipo de Llano solo en Sevilla. Ella ―la llamaré Soledad— trató humildemente de hacerles algo de justicia, reivindicando sus vidas la noche en que el militar franquista abandonaba el templo de su descanso. Sus víctimas nunca tuvieron vítores, ni aplausos, ni mármoles, ni honores. Solo tuvieron soledad y el sonido de un disparo cortando la noche. La noche de Queipo, en cambio, tuvo aún sosiego y honores. Honor que brota de la desvergüenza y la deshonra. Honor del que sonrojaba a quienes hasta esta semana nos dolía la Macarena.

Pero el sonrojo no cesa, tampoco las ganas de bramar. Y no cesan cuando el líder de los voxeros berrea en Twitter y reprocha a Sánchez que aproveche el día de los difuntos para perturbar el descanso de los muertos. Mejor responderle en su propio idioma, el de aquel julio del 36, y con una voz que le es familiar: «Los sacaré de debajo de la tierra si hace falta y, si están muertos, los volveré a matar». Por fin abandonó la tierra que nunca debió tener. Y, en lugar de volverlo a matar, le cayeron como balas, en soledad y con entereza, los nombres de su barbarie. Poca justicia es, al menos, mejor que ninguna. 

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