Un soldado haciendo una foto, en una imagen de archivo.
Un soldado haciendo una foto, en una imagen de archivo.

España sigue en el siglo XIX, en tantas cosas, sobre todo en su identidad política. A diferencia de Francia, que siempre mira al XVIII como si fuera su origen; de Italia que se reconoce en el final de su fascismo y de su dictador; de Portugal que no mira tanto al Duque de Pombal por más alto que esté, como a esa flor sencilla que es el clavel; de Reino Unido, cuya identidad es un sinvivir que tomó cuerpo en la commonwealth, ente el imperio y la pérdida del imperio. De Alemania, por fin, que no recuerda a Bismarck y su 1871, sino que es un bullir entre su Ley Fundamental de 1949, el  primer proceso de desnazificación, el segundo proceso de desnazificación, la presencia estructural de Los Verdes, la reunificación y el proceso de persecución y juicio de la Stasi, el alma policíaca de la ex DDR. Alemania se presenta, seguramente por ello, como una sociedad viva, dinámica, contradictoria pero democráticamente sana. Los peligros acechan por todas partes, no es nuevo.

España sigue siendo un país del siglo XIX, cuyo momento fundacional estaría en la guerra napoleónica y la restauración borbónica de la Inquisición, con todas sus consecuencias. La más cercana a nosotros fue la cuarta Guerra Carlista, más conocida como la Guerra Civil Española y su dictadura posterior, que prorrogó el siglo XIX hasta  el 20 de noviembre de 1975 formalmente. Esta rebelión militar contra la II República Española, y su negación de la España viva, es nuestra identidad política todavía.

Un siglo XIX lleno de espadones que dirigían la vida política con pronunciamientos y golpes de Estado, una monarquía golfa y corrupta y un turno político de cesantías que anegaron de corrupción la vida social y política. Con una iglesia que sacaba a los santos cuando podía, con arenques en la boca para que lloviera cuando no llovía, para que luego hablen de supersticiones, algo que en la España rural hasta los 60 del siglo XX todavía ocurría.

La soldadesca en España, desde las cruzadas con su Cervantes hasta hoy, es un elemento del imaginario colectivo, consciente o no. Y muchos de esos espadones siguen sintiéndose la clase directora de nuestra sociedad. Desde la llegada de la Constitución no se ha hecho nada, seriamente, para modificarlo, aunque una buena parte de la sociedad quiera vivir ajena a ellos. Ellos tienen las armas, ellos se visten con la iglesia y se acompañan de una masa social que vive con no pocos temores. El conflicto de Catalunya ha sido el último escaparate en el que poder ver al siglo XIX con todas sus galas en España.

Manuel Azaña, tan reclamado por algunas derechas españolas, tramposamente, diseñó una Ley para el ejército que tenía todo el sentido. La sobredimensión de la tropa y la soldadesca que había en España, sin más guerras y con poca formación que no fuera específicamente militar, era un peligro. Por eso, también, Azaña es uno de los diablos con cuernos y rabo del ideario patriótico nacionalcatólico. Helmut Schmidt vio el mismo problema y como ministro de Defensa fundó las universidades para oficiales y cadetes, 1972 y 1973, algo muy diferente a las academias militares españolas, y que también existen en Alemania. De esta manera, cuando los oficiales abandonen las Fuerzas Armadas tendrán una profesión para la vida civil como psicólogos, sociólogos, educadores, economistas o ingenieros. Y mientras estén en activo lo estarán con una formación diversa y no solo militar.

Una soldadesca española, hablo de una parte que sigue insistiendo en ser la clase directora de la sociedad española, se declara públicamente contra el Gobierno, pero una vez que ha pasado a retiro, y cabe pensar que esa misma ideología que anuncian desde sus partidas de dominó y sus grupos de guasa era la que tenían cuando aún portaban las armas. Quizá sirva esta nueva bravata para comprender que en los cuarteles y en las academias de policía hay que reformar completamente el plan educativo. Nada, o poco, en el sistema educativo en España transmite valores éticos o democráticos, de manera que todo sigue la inercia heredada desde el siglo XIX, ese que duró 175 años y que Walter Haubrich afirmaba que había recorrido Europa y solo había pasado de puntillas por España.

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