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Me cuesta ser cabal en estos trasuntos. Máxime cuando la pérdida afecta a alguien próximo a mi vida.

Todos tenemos naufragios a lo largo de la vida. Son inevitables. ¿Qué tan necesarios para las almas sensibles donde el dolor se ensancha? El dolor, lo que se dice el dolor, es arbitrario e ignora las equidades. Allá por donde pasa, poco le importan las circunstancias personales. No distingue entre buenos y malos. Tan solo nos queda el consuelo de aceptarlo y seguir adelante. Lo digo yo, que de dolores y pérdidas aún sé bien poco, pero se presentarán sin lugar a dudas.

Deben acordarse ustedes de aquel poema de Mario Benedetti que aludía al vago reconocimiento que tenemos de la muerte cuando somos niños, pues nos parece tan pequeña como un charco, pero cuando crecemos y van desapareciendo los más viejos, luego los más jóvenes y finalmente, termina siendo un problema nuestro, íntimo e indisoluto. Al alma joven parecería poco honesto implicarle en una muerte prematura. ¿Pero quiénes somos nosotros para dirigir un timón que nos fue arrebatado desde el mismo momento que nuestra madre nos diera a luz?

Me cuesta ser cabal en estos trasuntos. Máxime cuando la pérdida afecta a alguien próximo a mi vida, porque si bien la familia viene predeterminada, albergamos la gratitud de elegir a nuestros pocos amigos que, en algunos casos, se convierten en una suerte de madre, padre o hermano mayor o menor.

El caso es que hace dos días estaba almorzando tranquilamente en mi casa. Una ensalada aliñada y una copa de moscatel murciano como entrante. Recibí el mensaje de Cristina, una de mis grandes amigas. Siete horas de diferencia entre Quito (Ecuador) y la Válgoma, un pequeño pero digno pueblo de la provincia española de León, con un océano de por medio. Me dijo que su madre había fallecido aquella misma tarde. Así fue, de frente y sin delantal.

Su madre se fue. Quizás un desenlace más o menos esperado, por las cuestiones del Alzheimer. Pero yo había conocido a tal madre. En los dos últimos años de mis regresos a España, mi gran amiga había conseguido robar a mis padres un par de días de estadía y yo había volado directamente hasta el Bierzo leonés, en un trasiego de unos 550 kilómetros en coche, en pleno invierno y con los campos totalmente doblegados por las heladas, a una vieja casa con muros de adobe y piso de tablas de castaño, donde además vive con sus dos hijos.

Para mí, que de natural vocación me siento poeta y escritor así no aparezca en los umbrales mediáticos, ese cariño y hospitalidad fueron suficientes como para sentirme en mi propia casa, y recordar aquellos tiempos de antaño en que me desplazaba hasta el interior de Galicia, hasta que otra de mis madres se me marchó, bien joven eso sí, que se llamaba Lola y me había enseñado a cocinar pulpo a la gallega con cachelos, como si yo fuera más gallego que vasco.

Lamentablemente estamos hechos de pérdidas y naufragios, y tal vez por eso afirman tanto que no nos aferremos, pero que me disculpen porque pienso lo contrario debido al profundo sentido de pertenencia por las pocas almas que me importan. En ese sentido y a pesar de que soy extremadamente cuidadoso con lo que comparto, hay determinados afectos que también trascienden a la propia intimidad y se reflejan en mi propia ficción, o aún en los propios momentos vividos.

Tal es el caso de mi amiga y su madre. Sé que ella sonreirá cuando esté leyendo estas líneas, y me apresuro a afirmar que cualquier lector de buen corazón. Yo también me acordaré de que cuando llegaba cansado, en el punto final del itinerario siempre me esperaba una cocina alimentada por leña, un bote de confitura de castañas y buena pieza de cecina, el perro con cara de bruto y corazón de pan y por fin, la madre sentada en una de las esquinas de la cocina, sonriente a pesar de su alternancia entre intervalos lúcidos y mortales, siendo lo último que perdió en su memoria las canciones y coplas de antaño que se sabía al pie de la letra.

La última vez que estuve, Cristina me llevó al valle del Silencio, un enigmático paraje entre los entresijos de la montaña. El frío pelaba los pulmones. Los árboles tan desnudos como una vara de avellano. Visitamos las ruinas de un monasterio cuyos orígenes eremíticos se remontan a los primeros albores de la Alta Edad Media. Ese fue mi regalo después de dejar a mis padres en Palencia.

Hoy quise dejar un alegre paréntesis en la tristeza que le embargará por haber perdido a su madre. Como escribió el cantautor cubano Karel García hace unos cuantos años: “Somos piedra sobre piedra, piedras de generaciones, que actuamos como mortales y pensamos como flores, porque una flor es la prueba, de que en medio de lo triste, lo sensible lo renueva”.

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