Sobre la infancia

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Estudió filosofía, estética e indología en las universidades de Sevilla, París y Leiden. Autor de 'Malas hierbas: historia del rock experimental' (2014), 'La prisión evanescente' (2014), 'El dios sin nombre: símbolos y leyendas del Camino de Santiago' (2018), 'El Palmar de Troya: historia del cisma español' (2019), 'Mitología humana' (2019) y la novela 'Los ecos de la luz' (2020). oscar.carrera@hotmail.es

Viñeta de Miguel Brieva.
Viñeta de Miguel Brieva.

Lo que habitualmente entendemos como una persona madura, es decir, alguien sobrio, serio, prudente y formal, en realidad es un adolescente realizado. Pues en la adolescencia despiertan en nosotros la dulce condena del instinto sexual y el delirio de la autoimagen, y a partir de entonces vagaremos la mayor parte de nuestras vidas traídos por esos dos caballos bravíos. El adolescente aúna, elevados al cuadrado, la inmadurez emocional del niño y los apetitos sensuales del adulto; en otras palabras, lo peor de ambos mundos. Se suele considerar un hombre respetable a aquel que ha conseguido fundar un hogar para dar rienda suelta de forma controlada a las pasiones y se ha labrado una reputación en sociedad para cumplir sus requisitos de popularidad; alguien, por así decir, que tiene satisfechos los dos yugos de la pubertad. Esta conexión aparece tanto más claramente cuanto mayor sea la reputación de su trayectoria, de suerte que sentimos que todo hombre digno de ese nombre se reduce, en último término, a un sueño adolescente: el joven activista que terminó en políticas, el chaval de la guitarra que acabó vendiendo miles de discos...

Pero la infancia está a años luz de esos focos. Es un mundo que nos resulta misterioso, boscoso, umbrátil, pues se caracteriza por un modo de vida que no podemos, salvo raras excepciones -no siempre recomendables-, volver a repetir: aquel en el que el género complementario es tratado con total indiferencia de los apetitos, aquel en el que sólo necesitábamos para existir cariño y comprensión, y no el tramposo reconocimiento de la manada. El niño, en cierto sentido, postula el ser humano sin mediación aún del animal, sin necesidad de los corsés y formalismos sociales que tratan de mantener a regla las pulsiones desbocadas de los mayores. Es, en un sentido platónico, lo más cercano a la idea del ser humano. Por eso en las sociedades que exacerban dichas pulsiones, como las dominadas por Internet, la publicidad y la televisión, se dice que los niños “crecen antes de tiempo”, esto es, que se aplican sin necesidad esos formalismos sociales de los adultos, tanto en el habla como en la vestimenta o las aficiones. Como si Adán trabajase por gusto en el jardín del Edén...

Al ser nuestra vida post-adolescente un proceso gradual de sumisión, la madurez se identificará a nuestros ojos con la gravedad, la melancolía, el tono sentencioso y, hasta cierto punto, la actitud derrotista.  "Ese", pensamos, "ha comprendido la naturaleza de su existencia, porque enseña sus cicatrices". Si el mero hecho de ir mostrándolas a los demás ya es sospechoso, da que pensar lo silente que en cambio suele ser la felicidad, las expresiones íntimas de libertad. Aunque en parte lo son por prudencia o piedad, pues aquellos que se sienten esclavizados de un modo u otro no siempre soportan el aire libre... Preferirán que les digan que todo es absurdo y doloroso.

La verdadera madurez no es otra cosa que la prolongación indefinida de la infancia, entendida como la época de la vida en la que priman sin obstáculos la sensibilidad, la curiosidad, la imaginación, el ingenio... lo propiamente humano. Cuanto más se dan en el adulto más rasgos infantiles (re)cobra su personalidad, hasta el punto de que el genio o el santo, los dos seres supremos de la sociedad adulta que lo son de suyo, sin necesidad de rangos, fortunas y otras distinciones extrínsecas,  nunca pierden una incomprensible candidez, cuando no un rechazo directo de una sociedad diseñada para encauzar con el menor daño posible las inclinaciones animales. Y entre la gente corriente, familiar, terrenal, seguimos apreciando estas virtudes cuando se presentan.

La felicidad es a la vez la mayor alegría y la mayor miseria de la persona realizada: alegría porque es inmarcesible, miseria por la envidia e incomprensión que puede despertar en los demás, suficiente como para agitar ese oleaje superficial de la personalidad que en ocasiones impide divisar la dicha profunda. El hombre autónomo no se toma demasiado en serio el infierno compartimentado en el que arden alegremente los demás, no porque no se tome nada en serio, sino porque sabe que justamente la actitud del circunspecto, del solemne, del severo, del mojigato, es la burla a la vida, el dar la espalda al universo. El gran chiste.

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