Sin tortilla no hay paraíso

Antonia Nogales

Periodista & docente. Enseño en Universidad de Zaragoza. Doctora por la Universidad de Sevilla. Presido Laboratorio de Estudios en Comunicación de la Universidad de Sevilla. Investigo en Grupo de Investigación en Comunicación e Información Digital de la Universidad de Zaragoza.

El Sermón de las Tortillas, en una imagen de 'Aragón TV'.
El Sermón de las Tortillas, en una imagen de 'Aragón TV'.

Cada año, el martes de Pascua de Resurrección se celebra en la ciudad de Teruel una fiesta conocida como el Sermón de las Tortillas. Se trata de una costumbre tan curiosa como arraigada entre los turolenses. Aunque de origen incierto y discutido, es en el siglo XIX cuando encontramos las referencias escritas más antiguas sobre el festejo tal y como lo conocemos hoy. Es un día festivo en la capital, un día que se destina a comer al aire libre con la familia o los amigos en alguno de los parajes naturales de los alrededores de la ciudad o en las muchas casas de campo que pueblan la huerta abundante del bajo Aragón. 

Hace bastantes años ya, la fiesta constituía el comienzo del consumo de la conserva del cerdo sacrificado durante el invierno. Y como complemento a la carnaza no puede faltar la tortilla. Ahí tenemos ya las tortillas pero ¿y el sermón? Pues ese lo ponía un predicador de relumbrón de la época, quien sobre las cuatro de la tarde iniciaba un oficio religioso, unos rezos y unos cánticos en honor de Nuestra Señora de Villavieja —apodada cariñosamente y por razones obvias la “Virgen de las Tortillas”—. Terminados los cultos tocaba saborear el manjar español, beber vino y festejar bajo los pinos de Fuente Cerrada. En esencia, y como ocurre tantas veces en nuestro imaginario más próximo, lo sacro y lo profano se dan cita en este día grande de la ciudad.

Una celebración sencilla y auténtica, para saborear a fuego lento y sin prisas, como la propia Teruel y su corazón en calma. Esta fiesta puede no parecer gran cosa pero a mí me ha conquistado. Lo ha hecho precisamente por mostrarnos el valor de las pequeñas cosas y apreciarlo más que nunca en los tiempos en los que nos han arrebatado hasta lo más cotidiano. Cuando todas nuestras certezas se desmoronaron, hace ahora más de un año, fuimos más conscientes aún de la importancia de comer tortilla, de comerla de verdad: con muchos amigos, con buen vino, con risas, bajo el cielo abierto, sin hora de cierre, sin puertas al campo. 

Este 6 de abril ha sido el sermón de las tortillas, uno bien descafeinado por las restricciones, las mascarillas y la prohibición de aglomeraciones. El del año pasado, en pleno confinamiento estricto, ni siquiera pudo tener lugar. Cuando nos arrebatan la alegría es francamente dramático. Casi tanto como cuando nos roban la tortilla. Totalmente comprensible en los infecciosos tiempos que corren, pero no por ello menos desolador. 

El español despojado de la tortilla está más desprotegido que el holandés errante, más nostálgico que el griego soñando con aquellos tiempos de civilización gloriosa, más apesadumbrado que un alemán presenciando El hundimiento, más huraño que el dandi con lamparones de Sabina. Más triste que ese matador de toros al otro lado del telón de acero. Así, tortilla, así estoy yo sin ti. Aguardemos entonces al sermón del año que viene, pues hace bastante ya que no paramos de parar la vida. Más quemados que el cielo de Chernóbil. Furtivos, inquietos… vencidos. Y lo que es mucho peor: sin tortilla de patatas. 

 

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