Foto de archivo de un hombre sentado en una escalera.
Foto de archivo de un hombre sentado en una escalera.

Cada día que pasa y cuanto más trabajo y avanzo en el derrumbe de mi masculinidad, más me convenzo de la idea que lleva tiempo rondando mi cabeza, en cuanto a que ser hombre no es ni ha sido a lo largo de la historia de la humanidad, una tarea, por mucho que nos parezca lo contrario, fácil.

Porque lo sencillo hubiese sido haber podido dejarse llevar por lo que la naturaleza en cada momento nos haya ido determinando según nuestro grado de autosatisfacción. Es decir, no tener que andar sujetos a cánones, patrones, normas, ni compartimentos cerrados, como nos ha sucedido y sucede.

Si lo pensamos bien, los hombres nunca hemos sido libres para decidir nuestra realidad, sino que ésta siempre nos ha venido dada por otra que no controlamos. De esta forma tenemos que ser fuertes, heterosexuales, viriles, no llorar y no exteriorizar en exceso nuestros sentimientos. Lo mismo sucede en la vida pública, en la que nuestros gustos, aficiones, deseos y ocupaciones laborales, han de ajustarse a unas reglas, y donde tampoco hemos disfrutado de eso que conocemos como libre albedrío, pero que la neurociencia se está encargando de evidenciar, al afirmar que nuestras decisiones son tomadas por el inconsciente diez segundos antes de que seamos conscientes de ellas, y antes incluso de que tomemos la decisión.

Esta reflexión que no es un lamento, y sí la constatación de una realidad, porque si bien es cierto que en este reparto de la tarta que hemos realizado, nos hemos llevado la mejor parte, y “disfrutamos” de todos los privilegios asociados al poder, y el estatus más ventajoso también en el plano personal, esta “buena suerte” contiene un engaño evidente, al obligarnos a ser quienes no somos.

La prueba la tenemos en nuestra menor esperanza de vida, la mayor conflictividad, violencia, agresividad, y esa obsesiva necesidad de disponer permanente de alguien sobre quien ejercer nuestro arbitrario y despótico poder y volcar todas nuestras necesidades.

Nuestra posición también conlleva una importante dosis de idiotez, que es una característica más de la masculinidad, al convencernos y hacernos creer seres poderosos, superiores a las mujeres, predestinados por la naturaleza a metas más altas y dignas, cuando la verdad es que somos vulnerables, inseguros, reprimidos, muy necesitados de afectos, derrotados ante la adversidad, incapaces incluso de disfrutar del sexo de una forma natural. Una fachada vamos.

Este razonamiento con el que la mayoría de los hombres sé que no estarán de acuerdo me lleva a dos conclusiones. Una a la justificación del porqué del obligado proceso de cambio de los hombres, que nos lleve a modelos más honestos, justos, igualitarios, amables y felices, y otra, a la importancia si de verdad queremos transformar la sociedad dual en la que vivimos, de actuar sin complejos, mentiras, ni medias verdades, sobre la cultura, que es el inconsciente colectivo que nos moldea y determina de una forma tan nociva, toxica, dañina, machista y patriarcal.

Sin la actuación sobre estos planos de la realidad, la igualdad no será posible, pues, aun siendo importante todo proceso colectivo e individual, qué habremos conseguido si no somos capaces de cambiar esa red de normas, tradiciones, costumbres, ideas, pensamientos, prejuicios, símbolos, imágenes, que crea a unos hombres tan alejados de su realidad.

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