Semana Santa de Sevilla, el mundo masculino y la izquierda

Habrá quienes digan que ya hay muchas mujeres nazarenas, pero aún siendo cierta la afirmación, no desvirtúa en nada la existencia de un mundo y un poder masculino que lo gobierna todo

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Miembro de la Asociación de Hombres Igualitarios de Andalucía. (A Rocío siempre, antes, después y luego)

Antonio Muñoz, alcalde, de procesión en la Semana Santa de Sevilla, en una foto facilitada por el autor del artículo.
Antonio Muñoz, alcalde, de procesión en la Semana Santa de Sevilla, en una foto facilitada por el autor del artículo.

Aunque gracias al feminismo los derechos de las mujeres son reconocidos en todos los ámbitos de la vida, y en la Semana Santa de Sevilla también, no por eso deja de ser una fiesta masculina, que no puede ser de otra forma en tanto que la sociedad que la produce no deje de ser clasista, machista y misógina. Contribuye mucho a ello la omnipresencia de la iglesia católica y el machismo recalcitrante de la cultura cristiana, para la que la mujer debe ocupar siempre espacios de servidumbre y subordinación.

Habrá quienes digan que ya hay muchas mujeres nazarenas, pero aún siendo cierta la afirmación, no desvirtúa en nada la existencia de un mundo y un poder masculino que lo gobierna todo, y pretende imponer su mirada y forma de entender la fiesta, donde los hombres tienen los privilegios, y las mujeres siguen siendo actrices secundarias.

Hermanos mayores, priostes, pregoneros, costaleros, músicos, capataces, juntas de gobiernos, consejo general de hermandades y cofradías, son la demostración de ese mundo masculino, misógino, y sobre todo patriarcal que gobierna las cofradías y la semana santa. Las mujeres siguen siendo mayoritariamente las madres, esposas, novias, hermanas, que planchan las túnicas, acompañan con el agua y el bocadillo, visten de mantilla y negro luto el jueves santo, atienden las bolsas y mesas de caridad, y lo tienen todo preparado para que nada falle. Los lugares subalternos que el patriarcado tiene reservado para ellas.

Recuerdo cuando era pequeño, que los chicos teníamos una fiesta nuestra, la semana santa, donde éramos los protagonistas, y las chicas tenían la feria, en la que podían vestirse de gitana o flamenca. A  las mujeres les estaba prohibido salir de nazarenas. Era nuestro mundo, el de los hombres. No fue hasta los 1986-1987, sin nuestra ayuda, cuando en Sevilla salieron las primeras nazarenas, antes lo hicieron escondiendo su identidad.

Pero si algo caracteriza a la Semana Santa, más allá de la belleza de su estética, es el pueblo, la ciudad, la gente que hace esfuerzos por llegar a fin de mes, cobra una pensión no contributiva o el ingreso mínimo vital, la que sabe entender en cada momento la realidad de una fiesta que, a pesar de los múltiples intentos de monopolización y utilización por parte de la iglesia y las fuerzas reaccionarias de la ciudad, la toma y hace suya, una fiesta que debe ser igualitaria, democrática, y popular, más allá de la religiosidad que unos y unas podamos sentir, y de las contradicciones que eso nos genere, pues en ellas radica la singularidad y el atractivo de nuestra semana santa. 

Porque frente al discurso del amor de Dios, el falso llanto, el rosario, el traje negro y la corbata, el clasismo, o el mentiroso recogimiento, está el de la alegría de una ciudad que tiene una forma muy peculiar de entender la religiosidad, que defiende la tradición de las torrijas y el arroz con leche, la ciudad de los hombres y mujeres que, de los antiguos corrales de vecinos, la de los barrios habitados por gentes venidas de la calle Lirio, la calle Mallén, el barrio de la Calza, Triana, el Cerro del águila, el Polígono de San Pablo, la calle Amargura o la calle Pureza. Esa es la semana santa de Sevilla, la que tiene la fuerza para transformar una fiesta que siempre ha sido popular y no oficial, y desenmascarar ese mundo oscuro, engominado, y falso beato, de la masculinidad y la tradición reaccionaria.

La izquierda debería saber mirar y valorar todo esto, y no dejar que el machismo, y los poderes ultras de la ciudad se adueñen de una fiesta popular que no les pertenece.

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