Lo que se escribe, lo que se lee

Cuando una palabra se malentiende, más que enfadarse, conviene recordar que el lenguaje es un campo de ecos, no de certezas

Una niña lee un cuento en la sede de Brote de Vida.
25 de octubre de 2025 a las 12:54h

A veces una escribe con una intención y lo que llega al otro lado es algo completamente distinto. No porque quien lee no entienda, sino porque las palabras, cuando salen de una, dejan de ser suyas.

Llevan un sentido, pero también una respiración, un gesto, un silencio que el lector rellena con los suyos. Es como enviar una carta sin saber qué luz habrá en la habitación donde se abra. Cada palabra puede significar una cosa distinta según el día, el estado de ánimo, la herida o el deseo con que se lea. Lo he comprobado muchas veces, y quizá esa sea la verdadera naturaleza del lenguaje: no comunicar del todo, sino dejar un hueco para que el otro lo habite.

Escribir no es tanto afirmar como proponer una posibilidad. Las palabras, como espejos, devuelven lo que se les pone delante. Una frase que se pensó como ironía puede sonar a desprecio, un elogio puede parecer una ofensa, un juego, una burla. Porque no hay texto sin contexto, ni lector sin pasado. Y cada uno lee no solo con los ojos, sino con la piel, con la historia, con las emociones acumuladas. A veces se lee con la mente, otras con la herida. Y entonces, donde uno quiso poner un guiño, el otro encuentra una espina.

No es cuestión de falta de comprensión lectora, como tanto se dice últimamente, sino de exceso de humanidad. De eso estamos hechos: de interpretaciones, de matices, de sombras. Leer, al fin y al cabo, es un acto de traducción. Traducimos lo que alguien quiso decir al idioma íntimo de lo que sentimos. Por eso, aunque dos personas lean el mismo texto, no leen lo mismo. Una palabra nunca llega sola: arrastra recuerdos, experiencias, prejuicios, ilusiones. Y lo que se quiso contar se mezcla con lo que el lector necesita escuchar.

A veces me pregunto si los escritores no somos, en realidad, fabricantes de malentendidos. Escribimos una cosa, se lee otra, y en ese espacio intermedio —ni del todo tuyo ni del todo ajeno— es donde el texto vive. Hay cierta belleza en esa imposibilidad de controlar lo que provocas. Como lanzar una botella al mar y aceptar que las olas borrarán parte del mensaje, que el papel se humedecerá, que alguien, en otro tiempo y otra playa, la leerá con ojos distintos. Quizá eso sea lo que mantiene viva la literatura: que nunca termina en quien la escribe, sino en quien la interpreta.

A menudo olvidamos que leer no es una operación neutra. No se lee desde la objetividad, sino desde el momento vital que uno atraviesa. Un poema puede parecer una revelación un día y una frivolidad al siguiente. Un texto puede ofendernos o conmovernos según el humor, el cansancio, el ruido de fondo. Lo que cambia no son las palabras, sino nosotros. Por eso los libros son organismos vivos: se transforman a medida que los releemos. Y los lectores también cambian con ellos.

Hay quien busca en la lectura un espejo, y quien prefiere un refugio. Pero el espejo, a veces, devuelve una imagen que no esperábamos. Entonces culpamos al autor, cuando en realidad es nuestro reflejo el que se ha movido. La lectura es siempre una conversación entre dos soledades: la de quien escribe y la de quien lee. Y no siempre hablan el mismo idioma.

Una vez leí que lo contrario de la incomunicación no es entenderse, sino intentarlo. Escribir y leer forman parte de ese intento. Uno lanza las palabras con la esperanza de que alguien las recoja sin torcerlas demasiado. Pero es un deseo ingenuo. Las palabras, como los hijos, acaban teniendo vida propia. Van donde quieren, se mezclan con otras, se malinterpretan, se deforman, se salvan.

Hay textos que uno escribe desde la ternura y se leen como reproche. Otros que nacen del humor y se reciben como provocación. Y en el fondo, lo único que ha pasado es que el lector los ha filtrado a través de su emoción. No hay forma de evitarlo, ni falta que hace. Porque si todo se entendiera exactamente como se concibió, la escritura perdería su misterio, su margen de interpretación, su poder de resonancia. Escribir no es dictar un sentido, sino invitar a buscarlo.

Por eso, cuando una palabra se malentiende, más que enfadarse, conviene recordar que el lenguaje es un campo de ecos, no de certezas. Y que esos ecos, a veces disonantes, son la prueba de que lo escrito ha tocado algo. Nadie discute sobre lo que no le importa. Nadie se incomoda ante lo que no le roza. El malentendido, de algún modo, es también una forma de lectura apasionada.

Con el tiempo, he aprendido a aceptar que cada lector tiene derecho a su interpretación, aunque no coincida con la mía. Que cada texto, al publicarse, deja de ser propiedad de quien lo escribió y se convierte en una especie de territorio común. Lo que se entrega al lenguaje ya no nos pertenece del todo. Las palabras son huéspedes infieles: prometen permanecer, pero siempre terminan viajando. Quizá por eso escribimos: para ver hasta dónde pueden llegar nuestras frases antes de perderse. O para comprobar si alguien, al leerlas, las hará suyas, aunque las entienda de otra manera. En el fondo, la literatura es ese pacto silencioso entre quien lanza una pregunta y quien responde con su propia voz interior.

Las palabras son como botellas lanzadas al mar. Nunca sabemos qué playa las recogerá ni qué leerán en la arena. Y tal vez esa incertidumbre sea precisamente lo que las mantiene vivas.