Una bella imagen de un trozo de tierra arbolado.
Una bella imagen de un trozo de tierra arbolado.

A lo largo de la reciente historia de la humanidad, el control de los recursos naturales ha estado inevitablemente ligado a las formas de poder ejercido sobre la población y al deseo de acumulación de riquezas.

El eslogan La tierra para el que la trabaja es muy reciente y tiene poco recorrido. Sin embargo, nos hemos acostumbrado, en el medio rural, en el campo, a la propiedad de la tierra. Todos aspiramos a ser propietarios de un pedazo de terreno para cultivar, y durante años ha sido la base de la riqueza de muchas explotaciones agrarias familiares, hasta tal punto que el precio que alcanza en las transacciones ha estado, en algunos casos, muy por encima de su valor empresarial.

El concepto de propiedad ha sido muy amplio: puedo hacer lo que quiera en mi tierra, cultivar, construir, degradar, proteger, etc. Cada cual lo ha interpretado a su conveniencia y entender. Pero no siempre ha sido así. A lo largo de la historia ha habido muchas restricciones e imposiciones sobre el uso de la tierra. Algunas de amplia extensión, como las cañadas y veredas reservadas a la trashumancia de los rebaños, y otras mucho más locales, como las recogidas en las ordenanzas municipales de muchos pequeños pueblos, que regulaban el aprovechamiento de todo su territorio, y con las que la propiedad era limitada en el tiempo y en el uso.

Más recientemente nos encontramos con algunas novedades. Por un lado, la pérdida de interés productivo de gran parte del territorio, debido al despoblamiento y a que la estructura de sus explotaciones no permite competir con los precios que marcan los mercados internacionales, a pesar de las ayudas públicas, insuficientes en esos casos. Y paralelamente la expansión de grupos económicos y fondos de inversión en las actividades agrarias más rentables, acaparando grandes extensiones e introduciendo mecanización que disminuye mucho las necesidades de trabajadores.

Y, por otro lado, resulta que toda la población urbana, que no vive de la agricultura, aunque se beneficia de esta actividad, empieza a opinar sobre cómo se debe gestionar el territorio, sobre cómo se debe cultivar, sobre cómo se debe criar el ganado y, en definitiva, sobre cómo se deben producir los alimentos. Y de opinar se pasa a influir, a legislar, a decidir sobre la vida en el medio rural. Y surgen normas, cada día más complejas y de difícil aplicación por los productores que ponen en riesgo la supervivencia de las explotaciones.

Y la despoblación del medio rural sigue creciendo. Muchos municipios se van quedando vacíos, no del todo porque regresan algunas familias cuando se jubilan, pero muchas explotaciones que sobreviven están llevadas por personas mayores de 65 años.

La ciudadanía no comprende, o al menos no tiene en cuenta, el efecto de sus demandas, que son legítimas: conservación de los recursos naturales, alimentos seguros y de gran calidad. Y con base en eso se sigue presionando para la reducción del uso de productos fitosanitarios y de abonos de síntesis, que deben reducirse, porque indudablemente, si se usan indebidamente, provocan daños en la salud de la naturaleza y de las personas. Y porque tenemos demasiada extensión de suelos y de aguas contaminadas.

Pero al mismo tiempo, no hay una oposición a los acuerdos comerciales con terceros países, condicionados por los tratados internacionales, que permiten la entrada de alimentos producidos de un modo muy diferente al que exigimos a nuestros agricultores. En esos casos no parece preocuparnos lo que ocurre con las tierras donde se cultivan y con las personas que allí trabajan.

Simplemente queremos disponer de todos los productos en cualquier momento del año, aunque deban transportarse miles de kilómetros y necesiten ser conservados refrigerados o con productos fitosanitarios añadidos.

Ojalá la ciudadanía fuera un poco más coherente entre sus exigencias al medio rural y sus decisiones de compra de alimentos. Producir como nos piden cuesta mucho más y, si no se paga la diferencia, irán desapareciendo las explotaciones de nuestro campo. Primero las pequeñas, porque las grandes parece que tienen patente de corso, y con estas las administraciones tal vez no sean tan celosas del cumplimiento de las normas. Sorprende comprobar con que rapidez crecen las plantaciones de olivo en seto sobre tierras de secano y cómo se perforan pozos para su riego, y la acumulación de tierras y de derechos de agua por pocos propietarios en zonas muy sensibles, como el entorno de Doñana.

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