Salvemos la Zambomba

Porque si dejamos que el botellón colonice las calles, que los plásticos sustituyan a las ascuas y que el griterío tape la letra de nuestros villancicos, habremos perdido algo irrecuperable

21 de noviembre de 2025 a las 14:16h
Una Zambomba en Jerez en una imagen de archivo.
Una Zambomba en Jerez en una imagen de archivo.

Hay tradiciones que se sostienen solas, como viejos muros de cal que han resistido siglos de levante y de poniente. Y hay otras que, por mucho arraigo que tengan, necesitan que alguien las defienda cuando llegan tiempos de ruido, prisas y caja registradora. La Zambomba de Jerez —ese milagro coral que convierte patios, plazuelas y tabancos en un latido común— pertenece a las segundas. Empieza estos días, como cada Adviento, y una no puede evitar sentir una mezcla de orgullo y zozobra. Orgullo porque sigue viva. Zozobra porque cada año parece un poco más amenazada.

Lo que nació como una celebración doméstica, íntima, con villancicos raspados en candela baja y compás de palmas sinceras, corre hoy el riesgo de convertirse en un espectáculo de saldo: barras improvisadas, altavoces que revientan la magia, gente que no distingue entre una fiesta popular y una romería de botellón. Si queremos “zambombás” —así, en plural y desnaturalizadas— sigamos por este camino. Pero no nos engañemos: eso ya no será la Zambomba. Será otra cosa. Una caricatura de sí misma.

La Zambomba —conviene recordarlo— no es un macroevento para desatar pulsos etílicos ni un escaparate folclórico pensado para turistas fatigados de selfie. Es un ritual. Un bien heredado. Una memoria compartida.

Por eso, quienes la quieren de verdad deben defenderla con uñas, dientes y miradas limpias. No basta con la buena voluntad de los jerezanos; hace falta que las administraciones se tomen en serio su misión. La Zambomba es Bien de Interés Cultural, y eso implica protegerla, no dejarla caer en la banalidad ni entregarla a quienes confunden tradición con negocio fácil. Hagan ustedes, señores y señoras responsables públicos, algo más que declaraciones huecas. Regulen los aforos, cuiden los espacios, sancionen los abusos, aseguren que la música siga siendo música y no un estruendo.

Porque si dejamos que el botellón colonice las calles, que los plásticos sustituyan a las ascuas y que el griterío tape la letra de nuestros villancicos, habremos perdido algo irrecuperable. Y entonces será tarde para lamentos. El patrimonio cultural no se conserva solo: se cuida, se mima, se protege. Y, sobre todo, se respeta.

Que cada uno haga su parte. El ciudadano, comportándose como tal y no como cliente exaltado. El hostelero, entendiendo que no todo vale para hacer caja y que la tradición no es una mercancía de usar y tirar. Y la administración, velando por un legado que no nos pertenece a título individual, sino como pueblo.

La Zambomba es un tesoro que aún brilla. Pero basta con abrir los ojos en cualquier rincón de Jerez para comprender que ese brillo se está apagando bajo una capa de exceso, descuido y mercantilismo. Salvémosla ahora, mientras estamos a tiempo. No permitamos que se convierta en un recuerdo borroso, en una postal antigua colgada en alguna pared melancólica.

La Zambomba no pide gran cosa: solo espacio, respeto y verdad. Démoselo. Y dejemos que, como siempre, la ciudad entera cante al unísono sin que el ruido del mundo la arrebate.

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