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El hambre no teme a concertinas afiladas ni a balas de goma. El hambre es una fuerza invencible, cargada de valor y de paciencia, capaz de saltar cualquier alambrada si al otro lado  hay un horizonte de vida al que aferrarse. Por eso la tragedia de Ceuta y las avalanchas de Melilla se volverán a repetir, una y otra vez, más allá de la munición que se dispare para trazar fronteras imaginarias en los mares.  No habrá Gobierno ni ejército capaz de frenar que una marea de sangre roja -de mujeres, hombres y niños negros- llegue a la playa y tiña de horror la conciencia del hombre blanco.

Las  miserias son más fáciles de digerir en la distancia de una pantalla led de cuarenta pulgadas entre anuncios de Rastreator y El Corte Inglés. Pero los jirones de piel que cuelgan de las puertas del paraíso y la muerte de seres humanos que lucharon por  serlo,  no son un espectáculo de ficción y merecen mucho más que el ratito de lástima que dura un telediario.

Entre 1959 y 1970 más de un millón de españoles arrastraron su miseria en maletas de cartón por media Europa. Quizá el abuelo de alguno de los guardias civiles que disparó a los indefensos,  viajó hasta Frankfurt o París en vagones con olor a embutido y a nostalgia. ¡Qué asco de país desmemoriado…!, en el que sus mandamases se enredan en mentiras y desmentidos sin que una gota de compasión asome en sus discursos. Y qué vergüenza del coro mediático  que les jalea: ese que olvida a los muertos sin papeles -mientras defiende la vida según la versión de Gallardón y su corte de sotanas-,  y  llora solo cuando el salto a la reja es  para pasear a la  Virgen del Rocío.

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